jueves, 14 de enero de 2010

El Palenque



Los novios, Antonio López

Bufaba la señora de atrás. En el rostro, agraz de suyo, se leía en mayúsculas la palabra prisa seguida de impaciencia. Me dice en bajito, hablándole a mi nuca: "Padezco de gerontofobia". Estaba encrespada; el simple hecho de tener que guardar cola le ortigaba el ánimo.


Dio con hueso.


Un mes en la extinta RDA me enseñó a estar entre uno y otro a la espera de todo lo colectivo. El hombre tardaba. Se movía inquieta. Adelante, atrás. Me golpeó los tobillos un par de veces con el carrito de la compra.


No se disculpó: buscaba mi complicidad en la espera. Contra el hombre.


Hice cola en el cajero detrás de ese hombre, del cuello de un hombre, que parecía no confundir valor y precio. Tenía la nuca arrugada, el esqueleto queriendo rebelarse al derrumbe que el paso del tiempo deja en las formas; cogió el dinero, vi sus manos, de hortelano o cabrero, esperó sin prisas, sin mirar a los lados ni hacia atrás, no parecía tener miedo (ni al que atraca, ni al que falsifica, ni a las mujeres, ni a la enfermedad; ni siquiera al vendaval que llenó las calles del barrio de mi instituto con una suerte de intimidades que sólo a lo doméstico atañe: calcetines, medias de rejilla, algún mantel...). Tomó el recibo. El torbellino atmosférico dio paso a una humedad meona. No lo escudriñó, pero acarició sus esquinas. Lo guardó en el bolso derecho de su pantalón. Se dio la vuelta ya mirándome a los ojos. Entonces, como cereza me coloreé.


Toda la vida de aquel hombre estaba en su forma de atrapar el mundo. Alguien a quien no se le encoge el ombligo. Yo sonreí. Él dudó. Saqué la tarjeta con el cuerpo de medio lado, lo que me permitió ver que él me concedió una segunda oportunidad:



-Perdona, ¿nos conocemos?
-¿A qué hueles? ¿Qué aliento traes?



Un hombre mayor, una mujer que parece más joven, acaso más en su cristal, dos extraños en una sonrisa. Formas de cine de mi adorado Otto Preminger.



La mujer ya entre él y yo seguía esperando a la cola, mirando ostensivamente el reloj. No sería capaz ni de escuchar en plena noche al querequeté. El encuentro congeló su mala educación. Contemplaba la escena.


-Sí, nos presentaron, usted me firmó El Palenque... Le veo bien.
-Ah. Muchas gracias.

Las arrugas de sus ojos enmarcaron cierto destello: fiebre o laurel.


No creo que se acordara de mí. Brilló antes su nostalgia, que su ego; la recuperación de algo en la voz de una desconocida, alguien que esperaba a que él realizara su tarea, alguien a quien quizá no volviera a ver, a tropezarse, en fin, descubrir que se pude ser cotidiano a la otredad.
Pudo sentirse halagado.
O no.
No debe de ser de ese tipo de hombres: su chaqueta, sus maneras, la prudencia en el tono de voz.


Me habló entusiasmado de aquél que un día nos presentó, del intermediario entre él y yo, de lo bien que le iba, de lo mucho que se alegraba, de lo importante que algún día llegaría a ser; su generosidad lo transmutó en alguien aún más grande.

-Precisamente acabo de felicitarlo por su última traducción.

Hablemos de ti. Cuéntame a qué huele el calor de las indianas, de dónde la humedad de ese mar, cómo arrancar la niebla en las costas; del comercio y los ultramarinos, de las travesías, de los periódicos de allá, de cuando entonces. Sé capitán, aventurero, talador de árboles, cuidador de acémilas, tahúr, pintor de cal; hurtador de besos en oscuros callejones...

-Le sigo en prensa.
-Ya ves.

Nada.

Desde su observatorio privilegiado, la mujer dio licencia a sus fobias, a su cara, a su mala leche, a ella misma.

-¿Y tú, a qué te dedicas? No recuerdo, lo siento -Conservaba aquel hombre el encantamiento de los modos. La elegancia en el trato. Las palabras ceñidas por el tono de la cortesía.


Eres muy nuevo, Romanín, pero quiero decírtelo para cuando seas grande: no hagas engaño a las mujeres. Haz lo que él hizo conmigo, la verdad por delante. Porque las mujeres venimos a ser como la tierra labrantía, que da cosecha buena si le ponen simiente buena. Y si le ponen simiente dañina da cardos borriqueros.

En mi fantasía olía a espliego, lo hubiera invitado a un café o a un viaje a Kamchatka en autobús: todo por pasar tiempo incrustada a su fabular.

-Enseño Lengua y Literatura en un instituto, trato de que amen o se infecten o enfermen de ficción. Mis chicas... mis chicos.
-Eso es muy bueno. Muy bueno.

Nos miramos.
-Entonces..., hasta la próxima.
-Hasta la próxima.

Esta vez ambos sonreímos. Se fue.

La señora lo miró de otro modo; ya no era un hombre lento, un pesado, un cualquiera. Era un escritor. No era quien le robó diez minutos arriba o abajo en la osada tarea de aquella mañana. Era también un periodista. No un obstáculo en su gratuito estrés matutino: una profesora de Lengua y Literatura, dedicada a enseñar, quizá a su hija, quién sabe si historias que podían haber sido escritas por aquel hombre, lo había tratado de usted, con sumo respeto, hablando de aquella firma y de su libro como podría hacerlo de un tesoro. Al llegar a casa preguntaría a la niña o a las amigas de la niña. Escudriñaría los dictados, les pediría los recortes de periódico trabajados en el aula, relataría aquello como lo más importante de su mañana anodina.


-¿Cómo dices que se llama ese escritor? El palenque no me suena. ¿De qué va?
-Otro día se lo cuento -dije.
"Que te lo pique un pollo", pensé.

[José Antonio Mases, El Palenque]

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