domingo, 13 de mayo de 2012

La tejedora de sombras. El Bósforo de Almásy


"El amor absoluto: dos almas que se encuentran, dos mitades que se reconocen de milagro, dos fantasmas que se adivinan idénticos y descubren, luego de más años de angustia que de gozo, que no se conciben separados [...] Nos atrevimos a experimentar la idea más soberbia -la díada- y nos corresponde la suerte reservada a los herejes y a los criminales: el amor absoluto, el vacío absoluto."


Jorge Volpi, La tejedora de sombras (Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casamérica 2012)

Su cuerpo era cóncavo y bajo mi peso, los párpados caían. Se hacían sombras oscuras sus ojos. La luz color oliva era tragada hacia no sé qué lugar al que nunca fui invitado. Aquella oquedad donde convivían pensamiento, vulnerabilidad, miedo. Privada y protegida. Ni siquiera yo.
"Ahora, ahora, ahora", susurraba entre mis manos, buceándola como pez chico en pez grande. Se dilataba igual que aceite caliente, sin cordura; parecía ensancharse en imágenes que se superponían, codiciosos estratos multiplicándose. Resbalaba entre sus piernas, hundiéndome en aquella tierra roja. A veces, ni siquiera le quitaba las medias, trepando por ella como babosa aferrándome, clavaba sus pies en mí, las uñas de los dedos en mis nalgas.
Debe de ser difícil estar hecha de arena, con sus vientos, con sus dunas. 
Tenía los colores del desierto. La luz entraba por los nudos de la ventana moviéndose a través de nuestro balanceo. Se mecía para perderse. La tensión pintaba angulosas sus redondeces.
Aquella urgencia, feroz, todo lo tragaba.
Del mío. Del suyo. Arcilla a veces. También arcilla. Y las lenguas errantes se cosían como hilo por entre agujas, inmediatas, voraces, lúbricas. Se salaba en mi carne, la respiración como viento depositaba láminas blancas, arquitectura de telarañas como coágulos tibios, ahí en sus hendiduras. Los viejos sonidos húngaros acompasaban el gemido blandamente largo de su boca entre el encaje intermitente, opaco, sordo, de mi cadera en su pubis. Podía seguir mi tacto el tamaño exacto de cada uno de esos huesos. 
Pediría al Rey el nombre del hueco que se abría en la base de su cuello. Entre sus pechos, redondos panecillos de leche, un pasillo se elevaba para morir en ese hoyo ya siempre mío. Óxido y sal. En la penetración, su olor se condensaba; maceraba maduro a lo largo de mí en ella. Era cruel y poderoso. Tan redonda, abierta, desprendida, como si toda ella estuviera hecha de piezas separándose, placas de hielo caliente, apenas soportando los lindes de las formas. Mi mirada no era capaz de recorrerla en su totalidad. No llegaban las orillas de su mapa. Como si la altura del avión no fuera suficiente para distinguir las fronteras de ese desierto. Un territorio deshilachándose, apenas mantequilla sobre fuego.
Evoqué el pasaje de Herodoto acerca de los vientos, volqué en su oído el sabor, la quemazón y la cadencia de las viejas palabras. En la belleza de la Historia antigua, narré para ella.
Deshaciéndose. Deshaciéndome. "Ahora, ahora, ahora", se deslizaba igual que seda verde, sus manos tiraban de mi pelo, yo, cincha por debajo, me movía, mientras su hembra se estiraba como látigo o goma calinosa, me indicaba, me arrastraba. "Llévame. Llévame", allí, mi rostro por entre pétalos de su carne.
Era arena. Dije arcilla. Se me olvidó mar.
"Aún no te echo de menos" en la ofensa expresó arrogante Almásy.
K. en la resignación y la verdad. "Lo harás".

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