jueves, 17 de mayo de 2012

Vila-Matas, Aire de Dylan, Seix Barral



Dijiste que todos éramos una misma persona y una misma fuente de energía y que tú eras tu padre y tu madre y también tu hijo y todas las personas del mundo entero y se iluminó tu cara de una manera que jamás había visto iluminársele a nadie cuando dijiste estar enfrente a la realidad última, y luego resultó que esa realidad final era el ruido de la lluvia tibia sobre este tejado de hierro.

Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan, Seix Barral

Alguna vez mi amiga me cuenta que ha descubierto a otro personaje secundario en este gran teatro que es la vida: ocupará el papel “Padre de ella”. A veces son esos secundarios los que nos describen al protagonista. He conocido a muchos de sus padres. Lo podrían ser por edad, por intereses, por lo que hacen de ella y por cómo la protegen. Son recelosos, devotos, desinteresados; no miden su pasión. Ella, como las niñas, los mira desde abajo y se deja querer. A los cinco minutos de conocerlos les pregunta “¿Tienes hijas?”. La mujer despliega su juego frívolo, una distraída pero sofisticada seducción y ellos caen, se dejan ir, pican como pescado de boca abierta en la superficie plana de una pecera. 
Al principio me asombraba. Luego ya no.
Me horrorizaba ver cómo los transformaba para después abandonarlos. Cómo actuaba la actriz en el papel “Hija”. Cierto es, el amor paternofilial duele porque nace asimétrico.
El último padre se siente abandonado, la hija lo ha matado para sobrevivir; ella solo se protege. Ahora mi amiga en su papel “Hija” no responde a sus llamadas, mensajes, correos. Antes eran cartas reintegradas que me hacen pensar en el hombre que ha sido despedido del papel "Padre" como un sinónimo de ese personaje que interpreta Clint Eastwood, el entrenador viejo, en Million Dolar Baby, ese que añade sobres de su hija sin abrir, “Devuélvase al remitente”, a una caja repleta de otros que guarda en la parte superior de su armario. La voz en off nos recuerda que la primera lección del aprendiz de boxeador, “Protégete en todo momento”, es olvidada por el maestro.
Nada puedo añadir a Aire de Dylan, nada que no haya glosado, descrito, iluminado, mi admirado escritor y crítico y maestro, Moisés Mori, en sus sendos trabajos sobre este texto,  a saber, su reseña para El Cuaderno y la presentación que tuvo lugar con Vila-Matas el 27 de abril de 2012 en Tribuna Ciudadana (Oviedo), salvo una anécdota: la lectura que de Aire de Dylan realizó mi amiga buscapadre (¿No es el lector quien tiene la última palabra?).
Llegó el viernes a casa. Husmeó con el roibós de piña y lima sobre mi estantería. A mí me inquieta, soy muy celosa de mis libros, me tensa que alguien ramonee entre ellos de palabra, obra u omisión. Rechazo este impulso, lo contengo, me maldigo, pero me molesta. Mucho. Igual que gata recién parida que ve manosear a sus cachorros. Intervengo. “¿Qué buscas?”. Me pide algo de lo suyo, es decir, de lo que yo compro y leo y que creo que se puede adaptar a sus gustos, los de quien nunca compra y poco lee. “Te gustará la última de Vil, más que las anteriores de él que te pasé”.“¿De qué va?” Ahí se me fue la logorrea. De la vida, de cine, de Barcelona, de los injertos de memoria, de la gran literatura frente a la que no, de lo especular de la identidad, de Hamlet, de la soledad y la locura, de la maldad absoluta (porque la construcción de la malvada madre de Vilnius, Laura Verás “irás y no volverás” es magnífica), del humor inteligente, del aburrimiento, del entusiasmo por la ficción y la verdad, que no la realidad, una apuesta más narrativa que ensayística. Y de la paternidad. En su más amplio sentido.
“Me pone. Y Vil también, me la llevo, ¿vale?” bajaba la pestaña mientras emitía, rodeada de su voz, calor y terciopelo, esas señales suyas contra las que nadie posee coraza.
Dos días después, el domingo a media tarde, se volvió a dejar caer por casa, con el zumbido de la sobremesa de la novela en la cabeza. Su pasión y entusiasmo eran corporales y fogosos, el libro, mi libro, lleno de subrayados y banderillas fosforitas. “Este Vil es un inconformista, un provocador, un hombre de márgenes; un constructor de ráfagas. Busca un paraíso y yo se lo puedo dar, ya sabes Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien. He encontrado al padre; ¿Vil tiene hijas?”
Porque ese es el gran tema de Aire de Dylan: la paternidad. Prescindiendo de la trama, vayavaya con la calidad de los personajes, el peso del escenario narrativo, los tiempos, el discurso, la inteligencia que denuncia determinado uso del humor, las imágenes que aún sorprenden, el escritor que innova y se revuelve por la literatura, la disyuntiva a la costumbre escritora, las frases-cita, el reloj que avanza, el derecho del diletante, la “intertextualidad” en menor cantidad que en anteriores ocasiones, prosa que no quiere ser poesía pero que busca al lector de ese palo, la denuncia honesta de un paisaje moral ruinoso, la contradicción humana, Dionisio enfrentado a Adonis, el antídoto ante el tedio, la mecánica constructiva maestra, la seguridad del “escritor fértil” o del narrador redondo, absoluto, perfecto. Todo es un conjunto de cachemires sobre el centro desnudo, un gran trampantojo, en síntesis, ese personaje secundario que dibuja al principal.
La tesis de la novela, los padres desnaturalizados, los padres sin hijos, los hijos desapegados, la transmisión de la herencia emocional, la ingratitud, los padres que son las referencias literarias de cada uno, el patronazgo del mundo literario hacia los que considera “sus hijos”, el peso paterno que como un “debe” se nos instala en nuestra conciencia frente a frente del “puede” o, lo que es peor, del “quiere”, con todo el aliento y el entusiasmo de la ficción que siempre segrega Vila-Matas (“Vilnius” o Vil nuevo, Vil redivivo), porque es un placer leer las raíces que dan ramas que tienen hojas que dan brotes que son frutos, cajas chinas de relatos, unos sobre otros, alrededor, por las orillas: se le cae no la realidad, insisto, sino la verdad. Él ya deslindó ambas referencias de mucho mejor modo.
¿Al servicio de qué? Un gran tímido que fue hijo de un padre que le decía “De mí solamente tienes el nombre”. Un gran tímido que sigue buscando al personaje “Padre” (¿en sí mismo?) en sus heterónimos, en sus muchas variantes, en las obras, en los personajes, en los que protegió, a los que apadrinó, en el gran espectáculo paternalista que puede llegar a ser la plataforma llamada mundo literario.
Hay escritores de un libro. Hay escritores de obra.
“Ser padre” escribió Stefan Zwig, en Carta de una desconocida, supone “ser responsable de todo un destino”. ¿No es eso acaso lo que leyó el personaje “Hija” en Aire de Dylan? ¿No es esto el quid de la pasión?
Al fin y al cabo, lo que busca el autor de obra, no de libro, y este apasionado de la literatura lo es, ¿no podría resumirse en “ser responsable de todo un destino”?

1 comentario:

  1. Hasta ahora el libro que más recuerdo de V. Matas es "París no se acaba nunca", derrocha un humor finísimo en ese libro. En otros al leerlo me da la sensación de estar jugando al escondite con la literatura.

    Me gusta mucho lo que escribes.

    Saludos

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