Dijiste
que todos éramos una misma persona y una misma fuente de energía y que tú eras
tu padre y tu madre y también tu hijo y todas las personas del mundo entero y
se iluminó tu cara de una manera que jamás había visto iluminársele a nadie
cuando dijiste estar enfrente a la realidad última, y luego resultó que esa
realidad final era el ruido de la lluvia tibia sobre este tejado de hierro.
Enrique
Vila-Matas, Aire de Dylan, Seix Barral
Alguna vez mi amiga me cuenta
que ha descubierto a otro personaje secundario en este gran teatro que es la
vida: ocupará el papel “Padre de ella”. A veces son esos secundarios los que
nos describen al protagonista. He conocido a muchos de sus padres. Lo podrían
ser por edad, por intereses, por lo que hacen de ella y por cómo la protegen.
Son recelosos, devotos, desinteresados; no miden su pasión. Ella, como las
niñas, los mira desde abajo y se deja querer. A los cinco minutos de conocerlos
les pregunta “¿Tienes hijas?”. La mujer despliega su juego frívolo, una distraída
pero sofisticada seducción y ellos caen, se dejan ir, pican como pescado de
boca abierta en la superficie plana de una pecera.
Al principio me asombraba.
Luego ya no.
Me horrorizaba ver cómo los
transformaba para después abandonarlos. Cómo actuaba la actriz en el papel “Hija”.
Cierto es, el amor paternofilial duele porque nace asimétrico.
El último padre se siente
abandonado, la hija lo ha matado para sobrevivir; ella solo se protege. Ahora mi amiga en su papel “Hija” no responde a sus llamadas,
mensajes, correos. Antes eran cartas reintegradas que me hacen pensar en el hombre que ha sido despedido del papel "Padre" como un sinónimo de ese personaje
que interpreta Clint Eastwood, el entrenador viejo, en Million Dolar Baby, ese que añade sobres de su hija sin abrir, “Devuélvase
al remitente”, a una caja repleta de otros que guarda en la parte superior de
su armario. La voz en off nos recuerda que la primera lección del aprendiz de boxeador,
“Protégete en todo momento”, es olvidada por el maestro.
Nada puedo añadir a Aire de Dylan, nada que no haya glosado,
descrito, iluminado, mi admirado escritor y crítico y maestro, Moisés Mori, en
sus sendos trabajos sobre este texto, a
saber, su reseña para El Cuaderno y
la presentación que tuvo lugar con Vila-Matas el 27 de abril de 2012 en Tribuna
Ciudadana (Oviedo), salvo una anécdota: la lectura que de Aire de Dylan realizó mi amiga buscapadre (¿No es el lector quien
tiene la última palabra?).
Llegó el viernes a casa.
Husmeó con el roibós de piña y lima sobre mi estantería. A mí me inquieta, soy
muy celosa de mis libros, me tensa que alguien ramonee entre ellos de palabra, obra u
omisión. Rechazo este impulso, lo contengo, me maldigo, pero me molesta. Mucho.
Igual que gata recién parida que ve manosear a sus cachorros. Intervengo. “¿Qué
buscas?”. Me pide algo de lo suyo, es decir, de lo que yo compro y leo y que creo
que se puede adaptar a sus gustos, los de quien nunca compra y poco lee. “Te
gustará la última de Vil, más que las anteriores de él que te pasé”.“¿De qué va?”
Ahí se me fue la logorrea. De la
vida, de cine, de Barcelona, de los injertos de memoria, de la gran literatura
frente a la que no, de lo especular de la identidad, de Hamlet, de la soledad y
la locura, de la maldad absoluta (porque la construcción de la malvada madre de
Vilnius, Laura Verás “irás y no volverás” es magnífica), del humor inteligente,
del aburrimiento, del entusiasmo por la ficción y la verdad, que no la
realidad, una apuesta más narrativa que ensayística. Y de la paternidad. En su
más amplio sentido.
“Me pone. Y Vil también, me la
llevo, ¿vale?” bajaba la pestaña mientras emitía, rodeada de su voz, calor y
terciopelo, esas señales suyas contra las que nadie posee coraza.
Dos días después, el domingo a
media tarde, se volvió a dejar caer por casa, con el zumbido de la sobremesa de
la novela en la cabeza. Su pasión y entusiasmo eran corporales y fogosos, el
libro, mi libro, lleno de subrayados y banderillas fosforitas. “Este Vil es un
inconformista, un provocador, un hombre de márgenes; un constructor de ráfagas.
Busca un paraíso y yo se lo puedo dar, ya sabes Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien. He encontrado al
padre; ¿Vil tiene hijas?”
Porque ese es el gran tema de Aire de Dylan: la paternidad. Prescindiendo
de la trama, vayavaya con la calidad
de los personajes, el peso del escenario narrativo, los tiempos, el discurso, la
inteligencia que denuncia determinado uso del humor, las imágenes que aún
sorprenden, el escritor que innova y se revuelve por la literatura, la
disyuntiva a la costumbre escritora, las frases-cita, el reloj que avanza, el
derecho del diletante, la “intertextualidad” en menor cantidad que en
anteriores ocasiones, prosa que no quiere ser poesía pero que busca al lector
de ese palo, la denuncia honesta de un paisaje moral ruinoso, la contradicción
humana, Dionisio enfrentado a Adonis, el antídoto ante el tedio, la mecánica
constructiva maestra, la seguridad del “escritor fértil” o del narrador
redondo, absoluto, perfecto. Todo es un conjunto de cachemires sobre el centro
desnudo, un gran trampantojo, en síntesis, ese personaje secundario que dibuja al principal.
La tesis de la novela, los
padres desnaturalizados, los padres sin hijos, los hijos desapegados, la
transmisión de la herencia emocional, la ingratitud, los padres que son las
referencias literarias de cada uno, el patronazgo del mundo literario hacia los
que considera “sus hijos”, el peso paterno que como un “debe” se nos instala en
nuestra conciencia frente a frente del “puede” o, lo que es peor, del “quiere”,
con todo el aliento y el entusiasmo de la ficción que siempre segrega
Vila-Matas (“Vilnius” o Vil nuevo, Vil redivivo), porque es un placer leer las
raíces que dan ramas que tienen hojas que dan brotes que son frutos, cajas
chinas de relatos, unos sobre otros, alrededor, por las orillas: se le cae no
la realidad, insisto, sino la verdad. Él ya deslindó ambas referencias
de mucho mejor modo.
¿Al servicio de qué? Un gran
tímido que fue hijo de un padre que le decía “De mí solamente tienes el nombre”.
Un gran tímido que sigue buscando al personaje “Padre” (¿en sí mismo?) en sus
heterónimos, en sus muchas variantes, en las obras, en los personajes, en los que
protegió, a los que apadrinó, en el gran espectáculo paternalista que puede
llegar a ser la plataforma llamada mundo literario.
Hay escritores de un libro.
Hay escritores de obra.
“Ser padre” escribió Stefan
Zwig, en Carta de una desconocida, supone
“ser responsable de todo un destino”. ¿No es eso acaso lo que leyó el personaje
“Hija” en Aire de Dylan? ¿No es esto el
quid de la pasión?
Al fin y al cabo, lo que
busca el autor de obra, no de libro, y este apasionado de la literatura lo es, ¿no podría resumirse en “ser responsable de todo un destino”?
Hasta ahora el libro que más recuerdo de V. Matas es "París no se acaba nunca", derrocha un humor finísimo en ese libro. En otros al leerlo me da la sensación de estar jugando al escondite con la literatura.
ResponderEliminarMe gusta mucho lo que escribes.
Saludos