miércoles, 9 de mayo de 2012

Por contagio



Gerhard Richter

La vida sigue -dicen-,
pero no siempre es verdad
A veces la vida no sigue.
A veces solo pasan los días.


Karmelo C. Iribarren, Otra ciudad, otra vida


Esta mañana mi mente se ha despertado, pero mi cuerpo se tomó el día libre: dijo que se pasaría el día en la cama. En la fisura, desayuné con los ojos entre el clavel rojo que me regalaste, como cada domingo y que se marchita sobre las migas de las galletas, al lado de la cesta del pan y enfrente de los visillos. Desmitificamos, el perro y yo, un poco a Dios, al Estado y al destino. Escuché cómo enferma Grecia, los aires de renovación en Francia, las falsas elegías de los que se dicen amigos de un ex-presidente autonómico recientemente fallecido. Me estrujé el cerebro sobre cómo hacer para que lo público siga siéndolo. Soy una idealista, no te cansas de repetírmelo. En volandas, mientras un poco de aire se levantaba, aproveché el viaje. No llovía. Nubes con sol. De Este a Oeste. Cual brizna. Mientras flotaba pude ver el edificio desde afuera.
Que sepas que el cuarto se alquila, un cartel cuelga de la ventana de lo que debería ser por la distribución canónica de la casa, la habitación matrimonial, justo encima de la nuestra.
Me caía bien aquella pareja que cuando yo bajaba con el perro y a por el pan, los domingos, ellos subían mordiéndose la boca, grimosos de alcohol y tabaco, más de una vez vi los pechos de ella, la camiseta ladeada, en dónde quedaría el sujetador, pequeños pero torneados, como carne congelada aunque palpitante, manchada de cardenales. Se subía el lateral de la tela, cubriéndose. Me miraba y solía excusarse "Perdona", "En fin", luego rompían a reír y se doblaban sobre la cintura, él con el botón del pantalón desabrochado y la carne encendida.
Ya sabes cómo me gustaban esos versos de, cómo se llamaba el poeta que figuraba abajo, en la firma, ah, sí, ya recuerdo Iribarren, que ella tatuó en el buzón y que la vieja  resentida del primero exigió que fueran borrados en la reunión trimestral de la comunidad: "Y la vida pasa/ Y no prescribe". 
Me gustaba que nos interrumpiesen la película del sábado por la noche, la que solemos reservar el viernes después del paseo con las parejas del club de amigos del perro, ahora tocaban gritos; ahora espavientos sexuales. Tú tosías, violento, yo deseaba la fugacidad de ella. O su deseo. Miento: el gemido continuo de sus orgasmos. "Es igual que una gata" y dabas al pause y te ibas a la cocina a prepararte un vaso de leche caliente con achicoria. Yo me quedaba allí, preñada de otra.
Te indignaste con ella cuando la vecina del primero, la cotilla, la metomentodo, sí esa de siempre, con su discurso rancio y fascista, la culpó de haberle enviado una carta anónima llena de insultos que tenía como base papel higiénico y la tinta, según presumió ella por el olor, no era tal sino flujo menstrual.
"¿Cómo sabes que fue la del cuarto?" te pregunté. "¡Quién si no!" exclamaste, "Pareces caída de un guindo". "Y tú no tienes ni idea de lo que es ser el bugre del arroz", pensé.
Alguna vez bajó con el cigarrillo entre los labios y las medias rasgadas, arañadas de carreras, no enteras, no sé cómo se llaman, esas que se sujetan por gomas con encajes a los muslos, en bata roja, con aire japonés, a por un par de huevos o una bombilla. La dejaba entrar. Empezó a ser costumbre.
No, ya sé que nunca te lo dije. Tú eres tan limpio y ellos tan irresistibles. Bueno, eran. Te recuerdo que ya se han ido. Ni siquiera se despidió. Muy propio. Nómada hasta en las afinidades de tabique.
A veces me hizo comentarios sobre la delicadeza de los objetos de casa, el color "lindo", sí era ese el adjetivo, poco oído, al menos por mí, inusual dirías tú. También me habló de la pena y del olvido. De los amores malditos. 
Una tarde en que tú tenías turno en la Térmica me pasó un lápiz de memoria con una canción de un grupo que nunca habíamos escuchado, "Tahúres zurdos". Al dármelo me susurró mirándome desde esos ojos tan vivos "Escucha la de los besos". No dejé de hacerlo. Ni seguir mirando la vida en sus ojos, ni dejar de escuchar "Miles de besos". Otra, me regaló un libro suyo de poemas de amor de un poeta del que nada nos contaron en las clases de Literatura, Jaime Sabines. En la primera página había una dedicatoria "A tu cuerpo... y todo yo te sé como yo mismo". Luego el poeta moría de amor, de lo insoportable que era él sin ella, de que le arrancaba el vestido, de que ella dichosa, penetrada, interminable moría con él, de humedades oscuras y carnes secretas. No te lo enseñé, te habría turbado e incomodado, no quería mentirte, pero sé que si te alteras, duermes mal, necesitas melatonina y protestas "Son tan caras estas pastillas azules, se acaban tan pronto".
Han pasado unas horas y parece que me gusta vivir así, sí, sin peso, esos huesos que del uso, la inercia de los días, la agenda laboral, el cerco de la rutina... ya son más tuyos que míos. La verdad, no los necesito. 
Te he dejado el cuerpo, lo encontrarás ahí, como te dije quiso quedarse hoy en la cama. Lo tienes al lado de tus tapones para los oídos, las gafas de cerca, el mando de la tele. Lleva el pijama azul que tu madre me regaló por Navidad, si ves que se enfría, échale encima la bata de guatiné a juego, también formaba parte del obsequio, está colgada en la percha de detrás de la puerta. No permitas que se salte las cenas ni las revisiones del dentista, las del ginecólogo, si quieres omítelas, hace tanto que ya no y es mucho lo que tiene oído una.
Eso sí, que le dé poco el sol, se quema con facilidad. Y en invierno, por favor, la camiseta térmica y el gorro: es de fácil otitis. Quédate tranquilo, querido, lo harás muy bien.

2 comentarios:

  1. en estos casos, uno desea que el relato no sea verdad (o no del todo)... hermoso, de cualquier modo!

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