martes, 3 de abril de 2012

"Los peces no cierran los ojos", Erri De Luca, Seix Barral


"No quiero tener peso." No quería contar para nadie, solo quería pensar en buscar gusanos excavando en la arena, en leer libros, en pasarme los días mudo.


Erri De Luca, Los peces no cierran los ojos, Seix Barral


It´s to her I run.


tindersticks, My Oblivion

En La gata sobre el tejado de zinc, Brick, un Paul Newman magnético como el fuego, explica a su padre, un magnífico Burl Ives en estado de gracia, por qué bebe mientras los pequeños monstruos cuellicortos y sus padres mezquinamente monstruosos pululan en torno a la herencia inminente del patriarca. De hombre a hombre, el hijo confiesa que necesita el alcohol para que una suerte de interruptor en su cerebro haga "clic" a una luz ardiente. El chasquido que, en el fin de la antorcha, traerá la luz y la calma.
Se refiere a la adicción. 
Y a más.
"La mentira y la farsa son normas corrientes en nuestra vida" se dice en La gata sobre el tejado de zinc: el nudo bulboso que nos rodea a partir de entonces. Aquel entonces donde fuimos bondadosos o vulnerables o embriones. Inocentes en la decisión o el roce o las circunstancias que nos arrojaron a la vida y no a la oscuridad de un hijo no nacido. A diez años es posible la culpa; apuntar hacia nuestro nacimiento la frustración, el dolor, el hiato de un hombre y una mujer que por nosotros se anudaron en padres, matrimonio, fracaso. Nos colamos y congelamos su presente en un anillo del que siempre se sintieron colgados. No felices, no unidos, no amados. Solo pendidos en una tristeza danzante y expansiva.
"En el ápice del verbo los adultos se casaban, o bien se mataban. Era responsabilidad del verbo amar el matrimonio de mis padres. Junto a mi hermana, éramos un efecto, una de las extravagantes consecuencias de la conjugación. A causa de aquel verbo se peleaban, permanecían callados en la mesa, se oía el ruido del masticar."
Todos tenemos miedo, fantasmas, culpa. También a diez años. Todos adquirimos el lenguaje y con él grandes sintagmas; así, además, la epifanía y el desengaño.
De adultos nos precede un yo más puro, menos mediocre, el abanico de posibilidades que fuimos al rezumar con la placenta y el agua del vientre materno. Todo era futuro, caminos iguales o simétricos; inquietos, ávidos, reptábamos hacia la luz. Crecimos o nos crecieron. Aprendimos a cerrar los ojos en el beso, a dominar la ambigüedad del lenguaje, a jalonar de tinte fortuito gestos que ya no lo eran; en ese aprendizaje nos armamos y nos deconstruimos. 
En la infancia nacieron las grandes palabras, por qué el verbo amar, por qué el tener, cómo los animales fabrican la vida sencilla, en la necesidad de alimento, en la urgencia de la carne. 
Chomsky, a propósito del lenguaje, habla de problemas y misterios; estos últimos, por salud científica, quedan fuera. Así en la vida.
"¿Te gusta el amor?"
En aquel regazo tal vez; vocales abiertas, justicia, belleza, lenguaje, crecimiento. Todo en una prosa envolvente, en imágenes cimbreantes como caderas meciéndose; tono terso, delicado, igual que la piel del primer tacto, "más lisa que una caracola". Nacen las primeras frases de amor. La negación de lo pequeño, el ansia, romper un cuerpo que aprisiona en lo tullido: ser mayor se pinta como promesa. ¿Qué nos ocurre con el verbo amar, con su potencia, en su aniquilación?
El aroma de la niñez, de la fe, de la verdad. De todo eso trata una novela en primera persona ágil para un adolescente, lábil y proteica para el adulto que consumió ya sus meses quietos de canícula, acólitos de vida y sorpresa. Texto que no voy a destrozar; ni siquiera en el resumen de la trama. Merece la virginidad. Ser comprado, leído, subrayado.
Las letras simbolizan nudos, la pesca en analogía con la vida, la justicia, la memoria, el género epistolar; la opción de la lucha, la de la cesión. Por qué rendirse; o no. El arrepentimiento. La técnica de la palabra en la gimnasia del jeroglífico. La admiración por el relato oral transmitido, en este caso, de la abuela a la madre, de ella al hijo que aquí escribe. Los largos y cálidos veranos infantiles. El mundo a diez años recordado por el narrador adulto, que toma de cuando en cuando la voz del niño, se parece a los siglos no desenfocados, a los "tiempos en los que se distinguían las partes, y con cuál estar". Melancolía, el yo fabril, el descubrimiento de la belleza embelesado en sus palabras o en el modo en que articula las vocales su boca. Ella, que sabía de animales, que quería ser escritora, que se dio para irse, "sin necesidad de más despedidas".
Amamos una vez y ya nunca más. Se instaló, entre ellos entonces niños, el recuerdo.
Catulo, Faulkner, Kafka, Vallejo, Pessoa, Michon, Foster Wallace... a ese puñado imprescindible añado hoy Erri De Luca. El arte de la palabra, el chispazo del genio, el compromiso de la literatura con un mundo en derrumbe. Las lecturas se alejan, embadurnadas de la evasión; se agotan autores, no suena el clic, inflación de simulacros bajo firmas que juran en su carencia, voces de sirenas, la fábula de Homero; agua de lluvia.
Un día, vuelve esa hora, descubres otra voz, el don aturde y la ficción luce en ambrosía; al baúl de Pessoa añadimos un nuevo nombre. Siruela nos regaló su cuentística, la historia de un cazador de rebecos alrededor de las mariposas, el papel de Miriàm o María en la vida de Jesús... No he leído más.  Ahora Seix Barral nos trae esta maravilla fusiforme, ondulante, cristalina, resplandor y brillo en sus escamas; adherida a lo universal; contagiosa como la peste que enclaustró a los renacentistas entre cuentos. 
Le sobra la descripción del fin, apenas dos líneas, es difícil reducir metraje; sostengo que así ocurrió con los dos últimos estrenos que me reconciliaron con las salas de cine Melancolía y El árbol de la vida. Al napolitano nacido en 1950, albañil, camionero, alpinista, pescador, amante del hebreo y el texto bíblico, autodidacta, opositor a la libertad en el 68, para quien "La vida añadida más tarde, lejos de aquel lugar, no fue más que divagación", se lo perdono todo.
Fue esa dosis que para el adicto a la literatura apaga la luz ardiente y enciende la calma. Fuego blanco.
"Eso no es vivir. Eso es evadirse de la vida" me respondería el patriarca como contestó a su hijo Brick. Pero yo sonreiría, alejándome felina como gata sobre tejado de zinc.
Comparto con Brick mi dependencia, la negación, el malditismo del cloroformo; como el niño con ojos de pez que aún besa con la mirada abierta, yo no quiero tener peso
No siempre llega, la dosis; no siempre es buena, a menudo se consume para no quedarse; orbita sin más.
Esta vez no fue así; esta vez sí se dio el destello de gran literatura y ocurrió, como quien no quiere la cosa; se tituló Los peces no cierran los ojos. Y el interruptor en mi cerebro hizo "clic".

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