lunes, 26 de marzo de 2012

Las mujeres duermen en camiseta, pero con calcetines



Y escribo, también, para acabar con todo, porque a diferencia de lo que pensaba Orson Welles en La dama de Shangai, yo estoy absolutamente convencido de que jamás viviré tanto como para acabar olvidándote.

Bryce Echenique, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz

El comienzo, la duración, el cese
de un fenómeno cosen
modos de hablar en la trastienda
de lenguas que mendigan
un poco de verdad. El dolor y el amor
tienen y no tienen deudas
con ellos mismos, trabajan
con máquinas que no hacen ruido,
al fondo de la cabeza vacían
astros que no se van […]

Juan Gelman, “Duraciones”, El emperrado corazón amora

En el neceser había una caja azul de Nivea, un roñoso spray de Visvaporú, un bote anónimo, sin etiqueta, transparente, de grasiento líquido amarillo, un cepillo con púas de madera y una fotografía en blanco y negro.
Fue lo último que mi abuela me dejó.
Lo recogí junto a sus pertenencias tras su muerte, el día en que abonamos el último plazo, medio mes, en la Geriátrica “Paraíso”. Mi madre andaba en Secretaría “Paraíso” con los papeles, mi hermano la acompañaba; al lado de la auxiliar, escuchando sus pésames y recibiendo la maleta con lo poco que de Teresa o ese simulacro de Teresa quedaba allí: yo. Me lo llevé. No sé el motivo, nunca había sentido ese impulso, era mi primera vez. Antes de cerrar la maleta y comprobar que sus cosas o esas cosas no ya tan suyas estaban recogidas, hurté el plastificado continente floreado con aquellos cinco objetos.

-¿Dónde se quedaría el neceser de mi madre? Da igual, restos, habría que tirarlo de todos modos. Una tarea menos. Ay, hija, espero no daros a tu hermano y a ti tanto trabajo cuando…

Y una vez más rompió a llorar.

Hoy no he tenido un buen día. Hice esfuerzos incluso para vestirme. Como fui lenta perdí el metro, llegué tarde a la oficina, fichando con retraso sabía que tendría que quedarme una hora más para cuadrar horarios. Ayer no me había apetecido cocinar así que sin mi porción en envase de plástico tendría que ir a la máquina de guarrindongadas a comprar cualquier hipercalórico sucedáneo nutritivo, repleto de grasas. Tampoco me duché. Solía hacerlo una vez finalizada la tarea de la cocina, la ración dentro del túper. Las faldas y los vestidos me apretaban, camiseta negra, jersey XL y el pantalón supertalla que siempre me saca de casa en épocas asténicas, rellenitas y desfondadas. Ya lo mencioné: hice esfuerzos incluso para vestirme. Ni siquiera me duché. Tampoco de mañana.
Algo de desodorante y pista.
Para eso me tuve que quitar la camiseta que Julio dejó en casa, en la cesta de la ropa sucia, antes de irse para siempre. De ahí la rescaté. Ya no olía a él. Pero lo hizo. Hasta permanecía caliente. Me hacen gracia los anuncios con saltos de cama, prendas de sueño de tirantes y encajes con cinco centímetros de tela, exagerando, si al final en encuestas privadas, todas reconocemos que dormimos en bragas y camiseta o en pijama talla súper o sin nada, pero con calcetines. A lo que iba, esa prenda me recordaba que hubo un tiempo en que era él quien me abrigaba. La memoria es así de cruel: en una mala época, en uno de esos peores días, cuando tocas fondo, zaca, clava su aguijón y te empapa de nostalgia.
No sé si lo quiero. Es decir, si es su ausencia lo que me daña o la necesidad de aquella vida entre dos, más cómoda, más fiable, más confortable. Lo que sí es real es la añoranza de su cuerpo. Calor, abrazo, sexo. El final del día, meterme por él o entre él, verme pequeña en su metro casi noventa, respirar el sudor que la jornada, sin mí, había impreso en su piel, el vello entre los pezones, el orificio de su ombligo, el pórtico, barbilampiño, que anunciaba su sexo con dos o tres pelos, luego sombras ensortijadas con calvas, por fin su mato y en medio la carne insultantemente obscena tantas veces por mí desflorada.
Descendía y subía, yo en mi perfil más travieso, hablando cuando con la boca no lamía, besaba, mordía; interrumpía mi discurso, atendía al cambio de su respiración, cierto jadeo incipiente, algún gemido. Me detenía y él me agarraba, fingiendo enfado, puro coqueteo, por las nalgas, “Mala”. A veces era únicamente el comienzo de una noche de sexo semanal, rutinario, doméstico; nada que ver con el sexo festivo, o el vacacional, eso era harina de otro costal, ¿se dice así?. Otras, el acto de situar los ejércitos en el campo de batalla con una posterior retirada a los cuarteles de invierno. Julio era muy buen compañero. Me quería. Bien, me quería muy bien. Nos queríamos. Nos entendimos en la cama. Desde la primera vez. No hizo falta la habitual y cansina fase de ensayo error. Compatibles, adaptados, seleccionados. Y era guapo. Guapo, grande, orgulloso; sin arrepentimiento. Sin vanidad. Eso lo engrandecía a mis ojos. “Mi Charlton Heston en Ben-Hur”.
Lo echo de menos. Sí. Para qué engañarme en esto también.
Aquí estoy, sucia y despeinada, en este mal día, frente a los Kit-Kat, las patatitas Matutano, los bollitos Martínez, las colas y los zumos Hero, los cacahuetes sinmarca, pensando en Julio, en un matrimonio fallido, en lo mucho que me quiso, en su cuerpo, en su olor. Será porque esta semana programan el peplum de W. Wyler en televisión. O porque sí, sin duda la peor de las razones.
Pulse la tecla del alimento que desee, lea el importe, introduzca el dinero, admite solo moneda, cataclán, recoja el producto de la bandeja, gracias.
Porras. Ya me tragó los dos euros y el Kit-Kat atascado. Pumba. Pumba. Zaca y zaca. Nada. No cae. Jopé, jopé, ahí viene el comercial. El chico musculado Calvin Klein y la pelo sucio, algodón flácido y sin duchar: yo misma. Clin, brilla su colmillo izquierdo.

-¿Problemas, Muñeca?

-La máquina, el atasco, la maldita y tediosa vida.

-Es maña, no fuerza.

Agarra la máquina entre las dos manos, como si la fuera a alzar (ven, que te escupa, hazme tuya contra la pared del baño de las chicas; pero qué estoy pensando, Dios, no pensé que lo mío fuera tan grave), flexiona la rodilla, zapato italiano, brillante de tafilete, color topo, y le espeta un puntapié a la altura de la bandeja. Cloc. Kit-Kat vencido.

-Jo, gracias.

-Las tuyas, Muñeca.

Y se larga dejando en el aire lo que prometen los anuncios de perfume. Del caro, vamos.
Me apoyo en la esquina y aparece el informático. Tan andrajoso como yo. Es tímido, se mete las manos en los bolsillos cuando se cruza conmigo, el dedo que parece en higa para ajustarse las gafas con manchas, sobre el puente. Me gustan sus manos.

-Hey.

-Ciao.

Está diferente. No ha abandonado su estilismo, pero las manos se cogen entre ellas, como si se abrazaran, el pelo algo más largo, mucho mejor, y lleva las gafas limpias y ajustadas, no se toca el puente. En la camiseta una galleta es perseguida por un monstruo azul sobre el mensaje “Lo nuestro es un amor imposible”. Decididamente no estoy a su altura. Hoy no. Un mal día, perdónate la vida, Muñeca, Puaj.

-Cogiste el metro más tarde, ¿verdad?

Hubo una pausa.

-Sí, perdón, lo verías en el sistema, pienso quedarme a recuperar, yo…

-Espera. Detente antes de disparar. No me toca a mí registrar esas cosas. Es que no estabas en mi vagón. No entraste tirando del abrigo, el maletín con el ordenador, tu mochila a la espalda; con el pelo mojado y el libro entre los dientes. No te sentaste en el banco de la izquierda, ni levantaste la vista cuando el metro se detuvo en “Isla de cristal” (ahí siempre sonríes, lo haces para ti, después pierdes la mirada, se vuelve miope, cruzas las piernas para regresar a la lectura).

Caray. Eso es menos que sexo y más que sexo, según se mire.

-Ciao.

-Hey.

Acabo de abrir el neceser. Me he lavado la cara con agua y jabón, la he untado con una buena capa de su crema Nivea, me he peinado cincuenta veces con su cepillo de púas de madera, he aspirado su Visvaporú. He llenado de agua fría el lavabo, he cogido el jabón y lo he agitado entre mis manos. Espuma. La he pasado por mi cuello, mis axilas, el escote, el pecho izquierdo dejando libre el pezón izquierdo, el pecho derecho dejando libre el pezón derecho. Me he mirado en el espejo. Bah, no estoy nada mal cubierta de espuma. Cochina, que eres una cochina. Ja. He cogido el agua y me he salpicado hasta que el espumillón blanco ha desaparecido de mi piel. Es suave, Julio decía que era demasiado suave, mullida y apetitosa. “Uno al acariciarte siente que te profana”.
Mi piel es la de mi abuela. Cojo la toalla, me seco, desde el diafragma hasta el mentón. Abro el bote transparente con el líquido oleaginoso y amarillo. Lo extiendo, me masajeo, se endurecen los pechos, encogidos, los pezones son como dos dedales rosáceos, parezco todavía más blanca. La piel se eriza. Sigo con las manos, una y otra vez. Hasta cincuenta vueltas con el aceite.

-Nena, la edad no se llevará la delicadeza tu piel (Nivea cada noche), el blanco de tus ojos con el lacrimal limpio (Visvaporú antes de dormir), el brillo de tu pelo (cincuenta pasadas a cepillo siempre con púas de madera), los tersos y turgentes senos (cincuenta masajes, tras agua fría, con aceite de almendras; un buen sostén). Tampoco el amor: sabrás que es él; será para siempre. Míranos a José y a mí, aquí: veinte años. Nena, míranos jóvenes. Cumplo noventa, separados cuarenta, él diez hijos con otra mujer, yo dos de tu abuelo, volvió a por mí, viudos al fin nos casamos, una boda a los setenta años. Fui suya. Ha muerto como marido mío… Lo sigo amando. Como cuando entonces.
La fotografía en blanco y negro, apoyada en la repisa del baño, encerraba a una Teresa joven con un José gitanamente rubio, congelados en papel, allí, para siempre, cogidos, su antebrazo en su brazada, un 23 de abril, Sant Jordi en Las Ramblas (rezaba la firma del estudio Sans en la calle Mataró, número 36, Blas Reñé), buenas medias sobre tacón y en piernas, el rostro hacia atrás, escotazo y brillo en el pelo, los ojos llenos de luz entregados al presente.
He bajado la basura. Dentro la camiseta de Julio. Mañana me ducharé.

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