miércoles, 18 de abril de 2012

La hora inconmensurable


"A las madres porque a ser dos se empieza desde ellas"

Erri de Luca, El contrato de uno (Dedicatoria), Siruela

La hora en que naciste yo nacía a la maternidad. Abriste mi carne, tropezando desde mis jugos hasta tu aire. Eras largo, irregular, sin marcas ni lunares, con el pelo ensortijado, oscuro entre pelusa amarilla ahí en las calvas, olías a hierro y a papel de estraza, y tus mamas palpitaban inflamadas. Tenías los puños cerrados, la nariz filiforme y extrañamente respingona, con pompas. Donde tus babas; donde mi sangre. Parecías un trapecio de cartón con largas cuerdas, cuatro, de cuyos cabos colgaban tus dedos, en tus manos; tus dedos, en tus pies. Te posaron sobre mi pecho, te llamé suave, entre lloros y gemidos, silabeé dos veces, otras dos. Por fin tu nombre se llenó de ti. Moviste la cabeza, estiraste el cuello, tortuga blanda, entreabriste los ojos, claros donde contener toda el agua. Eras lo primero mío, el sentido de las manos abiertas, el que llegó para no ser arrancado.

La hora en que te perdí. Hacía viento. Y era otoño. Consumida la espera entre cuatro paredes. Fuiste un escalofrío, un caballo de mar, el parpadeo del alimento de mi vientre. Te hablé, te acompañé, escuchamos música de réquiem, paseamos juntos en una ceremonia oscura, cerca del mar. Te vi titilar en mis adentros, agarrarte a mí, la trepidación de tu latido. Eras una hoja sobre intenso aliento. Solo es un coágulo. En mi escafandra, una tristeza, dos dolores, tres puntos, cuatro personas, tantas como esas paredes. Eran verde pálido, lavadas, había una grieta que atravesaba el techo de esquina a centro. Durante la noche anterior no dormí, te conté cómo habías llegado, de quién venías, el amor tan grande con que habíamos diseñado tu arquitectura, cómo eran tus mayores, el nombre de tus hermanos, el tuyo. Después no dormí. Hoy tampoco. Era otoño, no lo olvides. Apenas una hora. Y el frío se me quedó dentro.

La hora en que leímos tu primer cuento. Las letras eran enormes, altas, hicimos escalada por la articulación y lo difícil de las erres, aún hoy no nos salen. Caminabas por las líneas a dos pies, ta-ca-tá. Seccionando ataque, núcleo y coda. Hay historias aquí y tú las escarbas, luego las plantas, crecen como las lentejas sobre el algodón que guardas en la nevera. Descubriste que África no era el nombre de un perro, que un espejo lindaba dos mundos, que una cebra quería competir en las carreras inglesas, que la rosa se abre solo una vez y que amar es un verbo con demasiadas esquinas. Que patinar, andar en bicicleta sin ruedinas, comer con cubiertos, vestirse solo, todo ya te lo habían contado cuando sucedió. Me dijiste, me gusta más el chocolate que el brócoli, me hablabas del mal y del pecado. Te caíste de un tejado al averiguar que hay niños que pegan sin más y niñas que te tiran del pelo como forma de saludo y empezaste a caminar sobre zancos entre esos niños y esas niñas. Perdiste lo que viene destinado a perderse. O crecer. Es parecido. De entonces te quedaron las manías, tu afición a coleccionar objetos, taparte las orejas cuando la cena está muy caliente; evitar las formas redondas. En una hora que se sumó a otra descubriste que yo soy imperfecta, pronto no la más hermosa y enseguida me soltarás la mano para caminar y seré yo quien te pida mimos y besos y cuentos para espantar las pesadillas. Serán horas que se sumarán a otras de las que penderán esas nuevas. Quizá entonces entenderás por qué yo quiero vivir en Islandia, creo en los elfos y me gusta contar los segundos, cerrarlos en la caja con llave, numerarlos con mi pluma en mi cuaderno rojo, esos segundos con los que engarzas los minutos en el puzzle de tus horas.


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