domingo, 8 de enero de 2012

¿Por qué "Stoner" de John Williams?


Hoy me voy a poner boba. Ya lo digo por si lo sentimental no es plato de su gusto y con todo lo que hay que leer por ahí va a perder usted el tiempo en mis minúsculas. Anda ya.
De mano vaya por delante. 
Arranco. 
Bien. 
Un día leí que dijo Truffaut "La felicidad se reconoce después". Cuando era muy pequeña, pero mucho, los viernes eran raros. Mi padre me llevaba a un local desabrido y desconchado, según él a ver cine, con los años, según mi mirada, la motivación de aquellas excursiones crepusculares suponía una escapada a solas sin la sombra de mi madre y con el argumento de haber cumplido con su cuota semanal de cuidador. ¿Por qué eran extraños? Porque todos eran varones, se citaban en lo oscuro, se llamaba de una manera determinada al timbre del portal, mi padre farfullaba Vladimir Ilich como contraseña y zaca, la puerta se abría. Porque subíamos por unas escaleras muy estrechas. Porque a las siete en punto sonaba la Internacional y aquellos hombretones, con mostacho y alguno cubierto de bisoñé, hacían gorgoritos con un entusiasmo y en un tono que ahuyentarían a cualquiera que no perteneciera a esa suerte de Cosa Nostra. Porque después se iniciaban otras canciones y melodías todas en lengua rusa y sobre caligrafía cirílica; corría el vodka y los niños jugábamos al pilla-pilla o al escondite por aquel piso setentero donde tan pronto se hablaba del franquismo como de las mentiras mediáticas sobre Stalin como del hombre blandengue como de si uno era gavilán o paloma. Vamos, temas todos alejados del planeta infantil. Porque, de cuando en cuando, se abrían pequeñas latas de caviar que habían logrado pasar ciertos gravámenes y fronteras; aquellas larvas negras sabían bien pero en el colegio me tildaron de mentirosa: ¡Bolera! me llamaron al confesar yo, años después, en una clase de ciencias sociales, que una vez probado no me daba más por las crías de esturión. Da igual, hasta aquí nada era mágico, con extrañeza pero sin ventajas. No obstante, en el momento en que Celestinov o Andréi o Pacoshca o Victorovsky cogían el proyector y bajaban una sábana blanca sobre una pared llena de humedades, nada era comparable a aquello. Recuerdo haberme emocionado, tan chiquitina, con el cine mudo y aquellas imágenes sostenidas, yuxtapuestas, lejanas, rurales o geométricas. Una mezcla poética que me permitía construir mi narratividad en primera persona: casi la tercera imagen que nacía de la inconexión a priori de dos era solo responsabilidad mía. Entonces, me enamoré de un nombre, de un hombre, de una ficción. Se llamaba Dovchenko. La película La tierra. Retuve ese nombre, los rostros en primer plano, la fuerza del mundo rural, la incursión del tractor. Llegaron los Reyes y escribí en letra parvulita. Quiero un tractor soviético. Mi madre, en su encarnadura de mujerona, alta y con curvas, desde su vestido minifaldero, sus largas uñas coral, el pelo cardado humeante de laca, los pendientes abotonados amarillos como las margaritas de la tela, a juego con un collar que yo deseaba porque era como un telar de canicas, pegó un grito sobre el nombre de mi padre (solo lo llamaba así en los momentos de ira): Celestino, mira lo que has conseguido con "la" niña. No me trajeron el tractor soviético, claro que no: yo estaba destinada a ser una miniyo de mi madre, aunque todo proyecto de hijo tiende a agostarse, y le salí rana, como manda la costumbre: ni uñas largas, ni laca, ni collares falsamente ostentosos. 
Pequeña, hippiosa, lectora y poco más. 
La falta de afinidades entre ella y yo siempre me vino impuesta: afinidad cero. Este año le pedí a los Magos en su casa una camiseta del Sporting para ir a juego con mi hijo pequeño cuando compartiésemos los partidos, vía televisión de pago, en el bar de siempre; una vez más la profecía se cumplió: en lugar de los colores de mi equipo me dejó unas medias italianas, carísimas, a dos aguas que nunca me voy a poner. Ella lo sabe, de nuevo la distancia. 
Si leyéramos la vida de uno, sus malas elecciones, sus renuncias, sus aciertos azarosos, sus miedos, miserias, memoria, trayectos, sería una historia muy triste. Una más de lo humano. Para eso, para ser capaz de enterrarse en la vida de una persona normal, en la debilidad y en la epifanía, y hacerla palabra, excelente discurrir, hay que escribir muy bien. Decir el minuto de cada vida. Las preguntas que nunca se hicieron para las respuestas que como obstáculos grises nos contuvieron: en el fallo y en la derrota. ¿Qué significa ser hombre o mujer en una vida entera? "Ser hombre", eso decía Rosellini que había que lograr al final de la vida. Acaso solo la literatura pueda atraparlo: desde una infancia rural en el Missouri más profundo, atravesando la formación, el esfuerzo, los viejos valores, el azar de Shakespeare con su magnetismo en una clase de literatura impartida por un bicho raro que solo creía en lo escrito y que abominaba de la naturaleza maligna de lo humano, los dos primeros amigos, la epifanía de la belleza que lo condujo a una vida marital enferma, esclava, yerma de la que nunca pudo salir y de la que sobrevivió dentro de un minúsculo flotador de indiferencia, las venganzas y odios laborales, la potencialidad de la formación y el estudio, el refugio de la ficción, el escapismo en forma de amor a las letras de la Antigüedad clásica y su heredad, la paternidad robada, el errar en el mapa de una hija, el chantaje y la pena, el mundo que nunca eligió porque no decir es otra forma de decisión, un "traje en el que nunca cupo" creo que escribió a propósito de este libro Vila-Matas, la guerra en la intimidad con el fondo de las batallas que en el mundo exterior se iban librando, el amor puro en "la privacidad íntima" que solo a dos pertenece "cada uno abierto al otro, sin protección, perfectamente cómodos y sin conciencia de sí mismo", "Deseo y aprendizaje [...] en realidad eso es todo, ¿verdad?", el odio anidando en lo más próximo, la intensidad de la crueldad humana, la envidia, la desesperación, la locura, la renuncia, la enfermedad y la muerte. Lo más bello de esta novela es la autopsia de una vida, el archivo del tiempo en una sola existencia, el camino hacia una muerte y el balance final de lo que al fin somos y tenemos, nuestro "adentro", con esa pregunta final terrible "¿Qué esperabas?". De la vida, en los preámbulos a la hora quieta "¿Qué esperabas?". Aquí tenemos una novela de personaje. Y tierra.
Les dejo esto aquí, un libro que regalaría a todo buen lector, un conocimiento profundo de lo que somos, desde la primera tierra hasta la última, en el engarce de las acciones que nos conforman, para el alivio o la desesperación.
Caray, cómo nos regala el arte.
 La tierra, Dovchenko. La tierra o Stoner, Williams. 
Si aman la literatura, léanla por favor, Rodrigo Fresán acertó en seleccionarla como la lectura del 2011 en el ABCD las artes y las letras, Vila-Matas tuvo ojo en la reseña que le dedicó en El País. Yo, lectora fortuita, lloré al final del trayecto, ya dije que en esta entrada de hoy me iba a poner sentimentalina, por despedirme del hombre llamado Stoner, por quedarme fuera, no quiero acabarla, no quiero, no quiero, de ese universo que en 240 páginas fue tierra:

"Desapasionada y objetivamente, examinó el fracaso que, aparentemente, había sido su vida. Había buscado amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la raza humana. Había tenido dos amigos, uno de los cuales había muerto sin sentido antes de conocerle; el otro se había alejado ahora tanto por avatares de la vida que... Había buscado la singularidad  y la tranquila pasión conjunta del matrimonio. Había tenido eso también, no supo qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y había tenido amor, y había renunciado a él, lo había dejado marchar en el caos de la potencialidad. Katherine, pensó. "Katherine".
Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?
¿Qué esperabas?, se preguntó."

1 comentario:

  1. Tienes razón, es un libro que emociona y que hay que leer. A mí también me dio pena despedirme de Stoner, tal vez porque con ello me estaba despidiendo de esas ilusiones por las que luchamos a brazo partido...y van quedando disueltas por el camino. Un besote.

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