jueves, 21 de julio de 2011

Taliesin



Frank Lloyd Wright recogió que la arquitectura es el elemento fagocitador: ese que absorbe al resto de las artes plásticas. Para el alma el arte.

Cuando Wright pierde al amor de su vida en un macabro incendio orquestado por el mayordomo (el hacha también intervino en la matanza, pero no me parece muy lírico jalear este asunto) que no veía bien, con el debido respeto, que la amante del artista prescindiera de sus servicios, su vida queda en suspenso: solo dedicarse a su pasión, articular espacios, lo secuestró de su desolación. El hombre que solo se amaba a sí mismo fue protagonista, a su pesar, de un escándalo que tuvo su alfa en su huida con Margaret (Mamah) Borthwick Cheney, ambos con hijos, ambos casados, guiados por un único afán: ejercitar su derecho a la libertad: amarse; y el arte.

El omega de ese arco: Taliesin en llamas. Los niños, que justo el fin de semana de la tragedia se encontraban en la casa con su madre, fueron enterrados por el marido (ni a Wright ni a Margaret sus consortes les habían concedido el divorcio); el cuerpo de la mujer que todo lo había arrojado para irse a Europa a estudiar la arquitectura del viejo continente en los ojos de su amante fue entregado al rumor. Wright construyó una caja de madera donde metió los restos de Mamah, la subió a una carreta de caballos llena de flores y la enterró, sin lápida, en un lugar detrás del pabellón de su familia, al que se accedía mediante un itinerario propio y secreto cuyas claves él solamente poseía. El equilibrio, el imán, el hambre de vida (ella: alegre, intelectual, rompedora con el papel que la sociedad americana alto burguesa de la época tatuaba en las mujeres; devota, fascinada, encendida: no había más ojos en su piel que los de aquel artista, arrogante, pequeño, seductor y ambicioso para muchos, en que ella creía: “Hermoso como los amores”), del creador de “Cima luminosa” también se quedó en aquel perímetro de la necrópolis. Hubo otras mujeres, enamoramientos, sí, esposas, también, pero dicen que la reconstrucción de Taliesin perseguía retener al fantasma y que de tarde en tarde era habitual ver al creador pasear por el cementerio.

Y el artista siguió creando.

Mientras Madrid me regalaba la luz de Antonio López, la colección pictórica de los años de posguerra (1940―1960), al margen del Expresionismo abstracto, en el Reina Sofía y la epifanía de la audacia artística de la pequeña asiática Yayoi Kusama, me vino a la mente la extraña historia del padre de la llamada “Arquitectura orgánica”. ¿Es el arte la nueva teodicea?

Bocado demasiado ancho para mi boca tan pequeña. Descendí a lo corpóreo con unas cañitas en Santa Ana.

Con todo, cuando uno se agrieta por dentro, recrearse en el arte consuela: “Esa onda que te llega, ese esperanto, que te permite entender qué refleja el arte etrusco, las máscaras aztecas, la gran Muralla china…” (Antonio López).

Desde que somos bípedos hay un eco que la mirada doliente busca: en las piedras, en la sangre cuajada con forma animal sobre la roca de la cueva, en el barro modelado, en muros y arquerías, en acuarelas, tintas, pasteles, óleos y lienzos; en la nota suspendida…

Unos “escriben” Taliesin; otros, lo contemplamos.

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