domingo, 31 de julio de 2011

Semana Negra

Para un artista, para un hombre que aspira a hacer algo en este mundo, la conciencia de este hecho es esencial. Si no se tiene, las desviaciones son inevitables porque la literatura, en el peor sentido de la palabra, convierte el mundo real en el mundo de cartón. Por eso, desde un cierto punto de vista, el haber pasado muchas veces sin el vino blanco con el pescado y sin el vino tinto con la carne me ha hecho un servicio positivo. Me ha ayudado a sentir la realidad. Y este es el hecho eterno por el que el hombre nunca cambia: la realidad.

Josep Pla, Vida de Manolo.

Yo también leí el sábado 23 el artículo de Paul Krugman titulado La depresión menor. Así que ayer, mientras leía en Babelia “Sillón de orejas” me pillé asintiendo a las reflexiones con las que se abre el artículo de MRR: cierto es: nos ha fecundado, una vez más, la semilla apocalíptica.

Y paso de lo internacional a lo nacional para aterrizar en lo local. Me refiero a la Semana Negra y a una grisura contagiosa empeñada en ver en esta edición sus límites. Dicen los libros de educación para niños que no se debe etiquetar, nada de “Eres malo”, porque lo será, “Eres un inútil”, porque se acertará. Por extraño que parezca apuntarlo lo construye.

Y no asocien este empeño mío, por favor, con esa corriente que como indican las listas de libros más vendidos de nuestro país se extiende como los piojos en los patios de recreo, a saber: el byrnesecreto divulgado de la ley de la atracción. Esto no va de mensajes-autoayuda.

Ah, que aún no lo pillan. No me extraña, ando espesa. Quiero hablar de la Semana Negra y su futuro. Exacto: fu―tu―ro.

Nunca se vendieron más libros que en esta edición, nunca se abarrotó de ese modo la carpa de encuentros en sesión poética a la una de la madrugada del sábado 30 (yo estaba allí, doy fe y no fue ni mucho menos la mejor de todas), nunca una ubicación más hermosa: por la entrada se abre con su letrismo en blanco, dejando a la izquierda el olivo milenario, a la derecha el verdor de montaña gijonés, al fondo, tras la explanada de pechitos blancos, la noria, el campus y la torre del reloj de la Universidad Laboral, el cierre, cómo no, en rojo. Faltaba el mar, pero eso ya lo ponemos nosotros (en el pelo, en el aliento, en la piel), hasta hubo un muro, con todo lo que ello puede dar de sí; accesible desde todas las zonas de Gijón en servicio público; carril bici hasta el epicentro; con un dibujo de calles en arterias por donde se podía, al fin, transitar. Pues bien, el lema de esta edición pareció ser “Gritad, porque esto se acaba”. No me da la gana de tomar los ropajes cenicientos. Ni a mí, ni a muchos otros. Agradecimos a cada uno de los participantes su apoyo, transcurridos tantos años qué menos; firmamos por su continuidad; nos movilizamos para que ciertas zonas que ahora nos gobiernan sean lo que prometen ser (populistas, porque de eso se trata, el voto respondió a cierta suerte de cultivo de populismo que, fíjense, ya no es una enfermedad de América del Sur, nos habita: las urnas dijeron sí a esos aromas; yo no lo entiendo, ni creo que lo entenderé nunca, cuándo ganarán los míos...): quitarnos la Semana Negra sería antipopular y ustedes no van de eso, ¿verdad?

Que el rumor semanero rojo, los afanes de Taibo, el discurso negro de escritores y lectores no interesen a los que ahora mandan, nadie lo niega. Que nadie niegue tampoco el Gijón reactivo; ni su modo de ser; ni su esencia. Ninguno de ellos querrá pasar a la historia de esta ciudad por haber tomado la decisión de su cierre. No la alentemos, no la extendamos, no la creemos ni la creamos; en resumen, no se lo pongamos fácil.

Gijón dio la Semana Negra, le fue creciendo, como michelines, por los lados, llena de retales nuestros: no es toda la gran literatura, no es la mejor comida, no es el copeteo más exquisito, no encontraremos la música de festivales como el de Peralada, pero exuda Gijón: una ciudad hecha de grasas varias que a todos conquista en su fascinante gatuperio. Como señala Antonio López, el pintor, respecto al porqué de su amor a Madrid: "Ni es la más guapa, ni la más culta, ni la más céntrica, ni la más nada; y es en esa ausencia de ropajes previos, de prejuicios y colores, donde a todos nos acoge". Pues eso.

Ninguna de esas “siete novias” se llevará al chico menudo cosido en el batiburrillo de barrio, horas de cómic, novela de género, escritores a pie de calle, supermercado de libros, pollos Kiki, feriantes, nubes de algodón rosa, veranos otoñales, mojitos adulterados, gitanas “regalando” romero de la suerte a cambio de una voluntad impuesta… El movimiento debe tener fe. No volvamos a empezar. No les demos ese gusto. No hagamos el trabajo sucio: no digamos que el niño es malo e inútil.

La Semana Negra es Gijón; uno más de sus empeños.

Aquí lo dejo escrito: con la que está cayendo y el 20N (tiene retranca la fecha zapatera) asomando las fauces, no deberíamos permitirnos derrotas propias; ahora no.

Me niego a ir de procesión, ponerme peineta, bajar la falda a la geometría exterior de las rodillas, llevar a mis hijos a golf y vela, tararear canciones de Paquita la del Barrio y contarles a mis alumnos que hubo una vez una semana, que acabó de una forma muy negra, donde los escritores leían, contaban, reían, contagiaban, versificaban; y hasta cocinaban tortillas e improvisaban tangos…

Que no me da la gana, jolines.

Ah, confieso que he "comprado" romero a la gitana. Por si las moscas. Solo por si las moscas. Que haberlas haylas, "Y no sabes, hijo, con qué poca sabiduría se gobierna el mundo".


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