miércoles, 14 de abril de 2010

14 de abril

Mi abuelo era un hombre que sólo había leído un libro, pero muchas veces: El Quijote. Lo leyó de niño, de adulto y de viejo. Con él enseñó a compañeros analfabetos, en la prisión de El Puerto de Santa María, a leer y a escribir; en él buscó palabras con las que sostener para mi abuela un amor a distancia: la dejó, cuando vinieron a buscarlo por rojo y republicano, embarazada de siete meses y la encontró madre de un niño de nueve años. En esa distancia, nunca le faltaron sus cartas: se construyeron sobre ellas.
Cádiz estaba demasiado lejos. La vida de la tía María entregada como sirvienta fue el precio de pasar de la pena de muerte al destierro. Nunca se lo perdonó... pero había un hijo.
"Tu abuelo siempre ha sido un buen hombre; lo encerraron sus ideas".
Yo lo recuerdo en su casa leyendo aquel solo libro, ajado y seco, las hojas mohosas y gruesas, con transparencias y manchas, cojo de letras y repleto de audacias. Se recluía en espacios pequeños, él decía que de entonces le habían quedado soledades y manías. Me gustaba su mirada, en cicatriz, acuosa; tenía los ojos muy grandes, las pestañas en tango y de niña, me equivocaban esas marinas claras sobre una piel tan manchada.
Sólo lo vi llorar dos veces: cuando creyó, como tantos, que la izquierda había ganado por fin las elecciones en este país; y al separarse por última vez de mi abuela camino de una cama de hospital de donde ya no regresaría. Murió un 14 de abril: a veces creo que eso le fue concedido.

Aquel último día un celador nos entregó dos objetos: una edición muy antigua de El Quijote y una pequeña cartulina donde un compañero de celda, en agradecimiento a que le enseñase las letras y las cuatro reglas, le había pintado un retrato de una chica sonriente, de rasgos celtas y brillantes ojos: la imagen de mi abuela siempre reposó como marcador de páginas de su lectura.
“Ven que te leo”.
Y nos sentaba a mi primo y a mí sobre su arcón de herramientas debajo de la ventana mientras repasaba ciertos capítulos que ya conocía de memoria: sabía que aquel libro, en cierto modo, contenía todos los libros.
Mi abuela nunca quiso regalarme ese volumen.
Cómo no leer hoy a Cervantes; cómo no escribir que los nietos de aquellos seguimos esperando la República.

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