domingo, 7 de febrero de 2010

Deja que me vaya


Pasión: acción de padecer.

1. Estás tan tranquilo, en tu casa, sobre la cama, tal vez leyendo; en la cocina, con el pasavolante de la comida; sobre el sofá, ante la televisión de un día pasilargo. Y ocurre. Primero oyes un golpe, sordo, quebradizo; de anticadencia, sin clímax. Porque no recuerdas el antes, sólo el entretanto. Gritan y tú te tragas a su vez el grito. Aparece en el pasillo, porque él viene cuando tú vas. La cara y las manos ensangrentadas y el pasillo lleno de gotas. Le lavas la cara y no encuentras la grieta, el dónde por el que se escurre tanto líquido. Y te agarras a una extaña fortaleza, corrupta, cruel; te enfrías. No reconoces esa voz que miente tu estado de ánimo: templada, satinada, dulce. Le dices que se tranquilice, y sangra, y grita. Al final lo enrollas en una toalla, te tiras sobre el coche, te olvidas de si le has abrochado o no el cinturón. Sólo sangre y gritos. Ni siquiera te permites la curiosidad, mucho menos la sorpresa. Te lanzas del coche, lo dejas en mitad de donde no te acordarás. Y entras en el centro de salud con el pequeño entre tus brazos.

2. Contesta la mari:

–Quita, quita. Con lo bien que estoy yo con mi Manolo. ¿Amar? Qué cansancio. Fua.

Pero sale la buena mujer a la calle aquel adverso día sin paraguas y al ciego arquero, pasado de hierba, en plena audacia circense de malabarista fumado va y se le escapa la saeta que justo acaba en la pantorrilla de la mari quien se rasca el picotazo, jurando en arameo contra las pulgas, mosquitos y tábanos. En ese momento, cruza una mirada con el charcutero que acaba de salir de Alimerka a chupar cinco minutos de Ducados. Una semana después parece, la mujer de Manolo, Halle Berry en Monsters Ball (qué coyunda: en mi opinión de las mejores filmadas), pero en el sofá del vendedor de embutidos.

3. No me convenció Partir (2009). A la salida me encontré con una antigua compañera de instituto que estaba ofendidísima porque le habían dicho que la película estaba dirigida por una feminista de pro, Catherine Corsini, y, sin embargo, a ella le había parecido de lo más manida, sin activismo de ningún tipo. Más de lo mismo, eso sí -me dice- la que encuerna es ella; la narración desde nosotras, con moralina, culpa y estupidez de hembra. Yo no la vi así, la verdad. No es Herida (1992) pero tiene sus aciertos como tragedia. Triangular, parte de una situación de bienestar de la protagonista, satisfecha pero infeliz, que se implica en una aventura con un hombre pasando del adulterio a la expeditiva decisión de divorciarse y empezar desde cero. Se rebela, ingenua y llena de esperanza, lanzándose a un “contigo pan y cebolla”. La realidad más básica la acaba aplastando. Previsible.
Quien haya pasado por un amor fou se reconocerá en la urgencia del minuto robado, en la distancia de las cosas, en el ensimismamiento absoluto, en la ausencia de culpabilidad, en el egoísmo extremo o en la ferocidad del deseo que todo lo da y todo lo quita. De todos los ingredientes hay: hechos y emociones verosímiles, hybris, catarsis... La Scott Thomas está bella como siempre. O más: debería ser un derecho de las mujeres envejecer así, justo como Kristin (en la cola del baño oí a un hombre que le decía al otro: es que sin pecho, con el culo caído, con las arrugas... qué mujer, qué hermosura; yo me la engulliría todita, todita, toda). Sergi López en su línea. No hay química entre ellos, no la suficiente, no te la crees o al menos yo no, dicen mis próximos que exijo demasiado. Puede.
El renacer de una mujer cuarenteañera, atrapada en una jaula de oro, en el intento de esa vida independiente, ilusionante, también cojea. No creo que las cosas ocurran así. No de ese modo.
Me gustó mucho la música impecable de Delerue y el trabajo de fotografía de Agnès Godard, la sensualidad de la naturaleza, el refugio en la montaña, la arcadia a la orilla del mar; el clímax de ciertas escenas (impresionante Suzanne, que así se llama la protagonista, cuando en un primer plano de cuatro o cinco segundos transmite que del calentón ha pasado al amor). Cortaría metraje, me esforzaría en los diálogos de los amantes, resaltaría personalidad, dibujaría mejor el discurrir de la gente aparentemente normal a quien Pasión elige. Con todo, sí es acertada la reacción de un hombre en la cumbre social que no oye la confesión de su mujer enamorada de otro, sino la simplicidad de que ella ha decidido cabalgar sobre bayo distinto; sí, la claustrofobia de la vida después de; sí, la dureza de las escenas de sexo matrimonial sin amor. El lazo de los satélites: la familia, la sociedad, la economía (ha hecho más la hipoteca por la estabilidad marital que toda la soflama eclesiástica). Me quedo con la mirada acuosa de ella al decirle al hombre a quien ya no quiere: Deja que me vaya. Un retrato. Y como tragedia: desmesura, enfermedad, locura y muerte.
En suma, una tarde agradable en ese cine de barrio (Pumarín Sur) en el que aún puedes ver una película en versión original, sin rugidos palomiteros y con espacio suficiente para estirar piernas y cervicales sin molestar al compañero de butaca; cierto sabor de déjà vu y una entrega, mayor si cabe, a la grandiosidad de Kristin Scott Thomas. Glorias Grahame, Genes Tierney y Avas aparte.




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