lunes, 1 de febrero de 2010

Caparazones y piernas




H. Matisse

Cuando era pequeña, su madre solía decirle a menudo que hacía preguntas muy raras. También que no comiera tantas patatas fritas. De aquella, la chica se imaginaba la muerte fría y la enfermedad caliente.

Mientras cruzaba la ciudad de punta a punta, bajo la lluvia y con Cracker en su mp3, reflexionaba sobre la edad y la salud. Se dirigía al geriátrico a ver a su abuela casi centenaria (edad), sin querer pensar en cómo el cáncer muerde a quien Fortuna elige (salud). Quizá por eso, para no pensar en exceso, o resquebrajarse por alguna de sus costuras, tarareaba a David Lowery.

Su abuela le preguntó, en una hora y media, treinta y nueve veces si había un novio, si tenía hijos; y si había sido una chica decente. También fue reiterativa en su opinión sobre sus piernas, cada vez que la chica le contestaba a la tríada interrogativa. Allí coincidió con la bibliotecaria de su barrio, el jefe de traumatología del hospital de zona y la tendera que le suele surtir del mejor té.

Allí. Algún día de visitantes a residentes. Todos, en metal.

“Y contemplo las bocas que hablan para lejanos oídos.”

Alguien le cuenta a una mujer, tan joven como ida, que los perros han hecho bien su trabajo en Haití.

Los perros. La inmortalidad.

Una vez tuvo una perra, un pastor belga Groenendal, hija de un bicampeón de España en belleza y nieta de una aristócrata canina, comprada en el criadero “Los Vitorones” que murió de cáncer con 13 años. Ella, la perra, le enseñó demasiadas cosas y le regaló el simulacro de lo inmortal: la cogió cachorra, mordió todas sus zapatillas, meó su lencería, arrancó el magnolio de su madre del jardín en tantas ocasiones como la paciente señora intentó plantarlo; le quitaba el lápiz mientras memorizaba, en noches eternas, miles de artículos de los infames códigos que contienen la legislación de este país; se celaba de todos sus chicos y odió siempre al que pasó del hecho al derecho; adoraba el asiento de atrás de su 850 y nunca permitió que nadie se sentara en su trono; sabía cuándo su dueña estaba triste y cuándo contenta, un día enfermó y el egoísmo inherente a lo humano la hizo pasar tres veces por el quirófano. En la última, vendada y con los ojos minerales, le devolvió la peor imagen de sí misma. Sus carbones se habían enredado en una red blanca y su boca no quiso comer. Con la inyección final, envuelta en sus brazos, la miró como a un dios. Después, se fue y la dejó aquí.

En su piso sólo hay expuestas fotos de la perra. No quiere tener más. Desde entonces le falta.

Los perros han hecho su trabajo en Haití.

-¿Has ido al baile? A nosotras nos gusta el tango y el pasodoble, y las medias sobre tacones altos.
-Estamos hechas de esa pasta.

“Soy un fue, y un será, y un es cansado.”

Deshilacha la tarde de domingo acariciándole el pelo, las manos; y esa piel. Parece mentira: sigue teniendo unas estupendas piernas, con todo lo que se ha dejado atrás. Conserva, también, ese sentido del humor que la asistió en sus desgracias.

-Cuánto cuesta ser caballero cuando nadie te ve. Que se lo pregunten a Esperancita.
-Menuda japu...
-Papá, un respeto –se sonroja la hija. Luego, se pone de pie y se dirige a la mesa donde la chica y la anciana hablan de piernas. Es un saco incómodo. Como un enfermo desnudo bajo una bata que no cierra por detrás.

-Discúlpenlo. No rige.

A la chica quizá le apeteció contestarle que no todos opinarían lo mismo, pero el protocolo insiste en la prudencia. Le cogió la mano y las explicaciones con la cadencia de aquellos que generosos han aprendido a entenderlo todo.

-Aquí se puede oír cualquier cosa. Por eso, jóvenes enfermos y viejos están "aquí".

En ese escaparate resulta complicado sustraerse a la muerte.

Un año después de la perra, se murió la abuela paterna. La comió un páncreas lleno de huevos. Al abuelo, el cuerpo no se lo pudrió el penal de Cádiz donde pagó haber sido republicano, sino el pulpo canceroso que anidó en su próstata. Al hombre a quien más ella había admirado, al que quizá seguía persiguiendo en los otros (su sonrisa, su discurrir, su afán viajero, su deseo vital, su energía, su derroche), un día, lunes o martes, no recuerda, eso no lo recuerda, se lo llevó una tela de araña que nacía en su pulmón izquierdo para morir en su hígado: en su camino llenaba de algas el interior de todo aquel cuerpo. Aún le faltaban otros cincuenta.

Cuando lo fue a ver al hospital le dijo a la chica “Hoy tú tienes un día más y yo uno menos”.

-¿Tienes novio?
-Sí.
-Dile que te cuide: tenemos buenas piernas; un peligro. Le cuentas que es por el baile. Ah, y compórtate decente. No te dejes, hija. No te dejes.

“La muerte en traje de dolor envía”.

-En esta casa siempre hace mucho calor. ¿Tienes hijos?
-Sí.
-¿Ya?... Pues sí que has corrido lo tuyo. Claro, con esas piernas.

“Confiésalo Cartago, ¿y tú lo ignoras?/ Peligro corres, Licio, si porfías/ en seguir sombras y abrazar engaños”.

Suena el móvil. La llaman. Saluda. Habla de lo bien que hoy la encuentra, de que han estado con chascarrillos de piernas y las historias de siempre: del conejo guisado con caracoles en la canícula de la desértica Lleida, de lo bien que bailaba el tío Blas, de lo guapo que era Rafael, de las fuentes en el Ensanche, de los moros agrietando Barcelona. Parece haber disfrutado a pesar de las sombras.

-Nena, ¿Te llama el novio?
-No. Es tu hija.
-Ah. ¿Tengo hijos?... ¿Y tú?

Le dice, desde el otro lado, que en las Ramblas no llueve, que no pudo encontrar el libro que le encargó, que el piso está sucio. Que todo duele. Que es como un hielo frío, denso y pesado; por allí, entre las venas. Que aspira a descansar.

-Pregúntale si tiene hijos.
-Claro, si no, ¿quién soy yo?
-La otra chica guapa del baile.

Le pasó el móvil, pero la vieja hablaba hacia el otro lado. Trozos de cosas, acaso palabras, imágenes; estallidos fragmentarios. Sucesiones de una vida. Se queda quieta, mira hacia la pared como si buscara un pelo en una chaqueta. Algo la ronda pero la chica no sabe qué puede ser.

-Quítame este trasto, ¿Quién eres?... Bonitas piernas.

La besa. Y sonríe. Y sabe que su olor la conduce a otras fragancias, a espacios donde la chica era la niña y ella le tejía trenzas en el merdado de la Boquería mientras esperaban sus turnos. Se convence de que no es una cáscara vacía; que allí, entre sus recuerdos, las dos habitan y es donde le da la mano. Lo sabe, aunque cuesta: en ese espacio los cuerpos parecen cascarones de identidades.

-Jubilación a los 67. Que se jodan.
-Calla, papá. Por favor... -La hija lo abraza. Siempre remediando el verbo abierto.

La abuela sigue buscando la continuidad de su especie.

-Chica, mira que estás guapa, seguro que tienes novio. No quiero que el mío te vea: adora las piernas. ¡Qué calor!

Todos los que están allí se quejan de esa fiebre, de la temperatura, del ardor. Quizá ser viejo aplique un sumatorio de carencia y la enfermedad, pornográfica, luzca con abundancia.

Y vuelve a las preguntas extrañas. Y la anciana se descubre, en un desvelo coqueto, tirando de su falda, las blancas y lampiñas y suaves piernas. Y a la chica le cuesta imaginar la muerte escasa e incendiaria; y la enfermedad glotona. O gélida.


[Los versos citados pertenecen a Félix Francisco Casanova de Ayala, Quevedo y Góngora]



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