Nos
acostamos el día en que nos conocimos, a la salida del hospital. A pesar de
saber que las primeras veinticuatro horas de una relación condicionan la
dialéctica de poder que se mantendrá en los siguientes veinticuatro años,
aquella noche, antes de dormir, le susurré “cuéntame cualquier cosa”.
Eider Rodríguez, Un montón de
gatos
-(Porque te parecías a Leonor
Watling, supongo). No. Ya no. Se me pasó el arroz.
-Ahora no se dice eso. No se
lleva. Es mejor algo así como “Estoy a otra cosa”.
-Pues vale, estoy a otra cosa
(me siento vieja, porque miro de reojo la piel de tu escote, cómo achinas los
ojos cuando no ves bien, por qué no tienes marcas de vacuna en el hombro
derecho; esa palidez tuya que de hermosa duele).
Llorabas en la esquina de la
sala de profesores. Estabas acatarrada, pero a mí me gustó imaginar que eras
lánguida, triste y que necesitabas una queen
poderosa que llegara a rescatarte. Me devolviste, en tu fragilidad, la
posibilidad de reinventarme. Yo, una mujer vigorosa. Tu futilidad. No sé... quizá
cómo giras las esquinas al salir del aula, agarras los libros sobre tu pecho, escuchas
con la cabeza ladeada mordiendo la esquina derecha de tu labio inferior.
Brillas.
-No; es verdad que no cuelgo
nada en mi muro de Facebook, pero tampoco me apetece borrarme. Soy una rancia,
supongo (me gusta entrar, esperar, mientras leo pacientemente, ventajas de la edad, a que el botón derecho donde figura tu rostro sonriente y las letras que dan
forma a quién eres se encienda. Cerca de ti. O no demasiado lejos. Presente
pero invisible. Soy una romántica vomitiva, oscura, adicta. Sin miedo y sin
esperanza).
-Ayer me pidió que lo agregara
Esteban, ¿sabes?, aquel profesor larguinarigudo, con los carrillos picados por
la viruela. Feo y morboso, tienes que recordarlo. Arrastraba las eses, sí,
aquel que decía Flavia, la de Tecnología, que tenía la lengua gorda, no gruesa, gorda y todas
reíamos por la perversión con que marcaba la erre en la dicción. Gor-r-r-rda.
Fijo que dibujando al tecnológico haciéndole cochinadas.
Buscábamos con el carné de
profesoras patatitas en formato gigante, recipientes con veinticuatro colas, un
kilogramo de cacahuetes, nubes en formato quiosco, vasos de plástico, platos de
papel. Existía un convenio entre el supermercado y el instituto que permitía
que el personal comprara allí.
-Mira qué tremenda lata de
espárragos. Anda, y esta bolsa de pasta industrial. Una barra de jamón de york para monstruitos o una lata gigante de melocotones en almíbar. Mola.
Como una niña recorrías los pasillos, sobre tacones, asombrada aquí y allá, con lo habitual trastornado por la cantidad. La luz del frigorífico transparentaba tu vestido, defendía la cara interior de tus muslos, los pliegues de tu desnudo.
Pensé, para evitar el deseo, en
el éxito de la película Los pájaros: la acumulación motivo causante de sorpresa o
pavor. No un ave, sino muchas, demasiadas, inquietantes sobre los nudos metálicos del parque infantil, en el patio del colegio.
Solo era un supermercado para profesionales de la hostelería. Sin embargo, había impulso y dicha para ti en ello. La curiosidad. Aquella luz te rodeaba. Una suerte de vitalidad que colgaba de ti como si la sostuviera un hilo invisible de títere.
Solo era un supermercado para profesionales de la hostelería. Sin embargo, había impulso y dicha para ti en ello. La curiosidad. Aquella luz te rodeaba. Una suerte de vitalidad que colgaba de ti como si la sostuviera un hilo invisible de títere.
Salimos cargadas con aquellos alimentos para uso industrial que no tenían más destino que la fiesta del grupo de chicos y chicas que había colaborado en el programa de reciclaje.
Hacía sol. Empezaba la
primavera y cuando me viniste a buscar, picaste al timbre, yo bajé y tras tus gafas,
encima de la bicicleta, con tu mirada contraria a la muerte, me enseñaste bajo
tu jersey, entre lunares, el tirante de un sujetador rojo.
-El día de mi cumpleaños, los
cambios de estación, la noche de fin de año. Solo en estas ocasiones mi ropa
interior es cereza. Me gusta gustarme. ¿Vamos?
Reías y parecías aún más
joven, se te caían los años, al agitar las manos, mesarte el cabello, carcajear
con las anécdotas de la mañana.
-Se ha casado, con quince años
ca-sa-do. Ahí me contó el rito gitano, los dos meses viéndose a escondidas, la
pedida con los tíos paternos, la noche y el pañuelo ensangrentado. Quince años
y ella dieciocho. Y no me suelta el tío que siempre le fueron las maduritas y
que porque soy paya que si no…
Y tu risa. Abrías la boca y yo te imaginaba. Evocaba lo no vivido. Borracha del olor de tu pelo mojado, los restos de crema en tu cuello, el modo en que juntabas las piernas chocando las rodillas cuando el semáforo te obligaba a pisar el embrague y quitar la marcha. Punto muerto. Los pocos días en que la lluvia hizo que vinieras al instituto en coche y que te ofrecieras a llevarme. Tu cuerpo fragante inundaba la atmósfera del habitáculo.
-¿No conduces? Tranquila, yo
sí.
Tarareas la melodía de RN3, a
lo peor desconocedora de que te escucho. Te observo. Tengo sed. Últimamente,
porque hacía mucho que... Y es de ti.
Hoy te has ido. Fin de tu
sustitución. Llevas varios días sin darme la luz verde en el Facebook. No sé
qué haces y aunque me miento espero que me llames. Dijiste que como ya no te
convocarían igual te ibas unos días al pueblo de una amiga o aprovechabas el
vale de regalo que tu familia te hizo por tu cumpleaños, un viaje, quizá Roma,
tal vez Berlín. No quisiera molestar, darte a entender, imaginar yo misma que
me he enamorado. Parte de tu encanto reside en lo misteriosa que me resultas.
Pareces no necesitar a nadie, no contar con nadie, no ser de nadie.
Abajo, donde el aparcamiento
de bicicletas del instituto, ya no está la tuya.
-Anda, deja el ordenador, sal
conmigo. Tomemos un café. Te haré olvidar.
Y tirabas de mí y me contabas
la película que habías visto el fin de semana, el libro que te tenía absorbida.
Solo un día mencionaste un amor. Varón, claro. No hizo falta que añadieses nada
más, un día me contaste que los seres que viven enamorados del fuego no
soportan morir apagándose. Se lo habías leído a María Zambrano a propósito de
los héroes trágicos. Me lo contaste en un repliegue de tu esqueleto. Supe que
por primera vez me estabas hablando de ti.
Yo sigo de este lado, cada día
voy al instituto, lo haré a lo largo de los años que me quedan, los mismos
rostros, la rutina. Darle sentido a una vida a través de que nada sobresalga,
se mueva, me despierte. Comer, trabajar, dormir. De mi casa al centro. Ya no cojo
la bicicleta, en realidad la compré para poder ir contigo.
Y así. Como siempre. Como antes y después de tu risa.
Encenderé el Facebook. Esperaré la imagen de tu rostro. Tu nombre. La luz verde. Que mi vida no sea comer, trabajar, dormir.
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