martes, 7 de julio de 2009

Ausencias


Zóbel, Invierno húmedo




“Hoy he visto mi rostro tan ajeno,
tan caído y sin par
en este espejo.

Está duro y tan otro con sus años,
su palidez, sus pómulos agudos,
su nariz afilada entre los dientes,
sus cristales domésticos cansados,
su costumbre sin fe, sólo costumbre.
He tocado sus sienes: aún latía
un ser allí. Latía. ¡Oh vida, vida!

Me he puesto a caminar. También fue niño
este rostro, otra vez, con madre al fondo.
De frágiles juguetes fue tan niño,
en la casa lluviosa y trajinada,
en el parque infantil
―ángeles tontos―
niño municipal con aro y árboles.

Pero ahora me mira ―mudo asombro,
glacial asombro en este espejo solo―
y ¿dónde estoy ―me digo―
y quién me mira
desde este rostro, máscara de nadie?”

“El espejo”, José Ángel Valente



Había gente de domingo. Las salas de los geriátricos se llenan de ella.
Se acercó. Le besó la frente, las manos manchadas, retorcidas sobre sí mismas, le acarició el pelo, acaso más blanco entre sus dedos y se detuvo en aquel embeleso con que lo miraba, ojos legañosos, sin pestañas, reconocidos apenas por sus cuencas. Le dijo al oído que estaba bellísima, que la quería, como siempre, como entonces, cuando lo llamaba desde la cocina oliendo a guiso, entre peroles y vapores de pueblo; no mentía. La veía hermosa.

El brillo se disolvió: ella había vuelto a la otra parte.

Todo lo cubrió el ruido, los jóvenes envejecidos como sombras en andadores, las hijas atusando los cabellos, colocando las mantas, frenando las sillas, ajustando las correas, sosteniendo aquellos huesos aristas secas entre cojines. Las bocas abiertas, sin dientes.
Un circo de teleñecos tristes.
Al rato llegaron más. Todos eran hijos. O hijos de los hijos. Más hijos de hijos.

―¿Te quedas a comer? He preparado caracoles.
―Vale.

Y volvió a irse.

De los otros no quiso saber nada.
Le acarició las orejas, le siguió susurrando, volcándose en ella, al oído; le ató el babero y le dio, cucharada a cucharada, unas natillas. Parecía pequeña, ovillada entre los almohadones. La mirada por allí. Siempre por allí.

―Las hice esta noche, para ti. No digas nada: llevan huevo.
―Cuando el gato no está, los ratones van de fiesta.

Después el silencio. Todavía era pronto.

Teresa tenía noventa y seis años. Vivía allí desde hacía tres. Al principio se quejaba, te cogía de la ropa y te decía que la esperases, que se iría contigo, que necesitaba unos zapatos y el abrigo. Que José la esperaba en Barcelona.

Pronto dejó de hacerlo. Con la costumbre vino el olvido.
Y el callarse.

No mencionó a su marido. Nunca más. Ni dijo que aquella no era su casa. Ni preguntó por la hacienda y las tierras, el piso del Ensanche, la salud de los suyos o los niños.

Todo fueron estrellas fugaces.

No pude contarle que al fin escribí su historia, que gané aquel premio, que su nombre figuraba en la dedicatoria. No le dije tampoco que le regalé a mi hijo Guerra y paz, el primer libro que ella me compró "Para que me leas cuando vengas", una adaptación juvenil, donde tomó forma mi amor a la literatura.

"Me permitiste un refugio y allí anidé."

Me dio todo lo que tuvo y lo que no tuvo. Me reconoció como suyo. Lo demás: a nadie le importa.

―Hoy no iré a la huerta. Parece que va a llover. Dile al tío que guarde la yegua.
―Sí. Ahora voy.

Fue muy fácil ser su nieto. Acaso su hijo: esas mujeres no diferenciaban, abrían las alas y te metían dentro. Como un vientre jamás saciado.

―Después de la cena leeremos un poco, tu padre vendrá tarde. Lo esperaremos.
―Claro madre.

La máscara. Y la nostalgia.
Me duelen los restos de su vida.
Me acerco y respiro su vejez, como jirones de tierra mojada. Cierro los ojos. La veo trajinando en la cocina, subida al almendro, colocándose las medias y haciéndose la raya, con ese pelo ondulado, fuerte y telúrico, con el genio enhebrado a la cintura y la risa tendida entre los labios.

―¿Quién eres?
―Soy tu nieto.

Ha vuelto a irse.
Y yo con ella.

“… y ¿dónde estoy ―me digo―
y quién me mira
desde este rostro, máscara de nadie?”

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