sábado, 11 de julio de 2009

Dedicatoria (Mis hombres I)




Modigliani, Desnudo de espalda


Un día de estos fui testigo, una vez más, de que el líquido de la amistad masculina es sincopado (y sabe a cerveza), se bebe a intensos sorbos y nace sobre los silencios (lo que recuerdan, lo que callan, lo que aceptan; sin más).

Tendría yo unos catorce años cuando caí en un aula, por azar, un agujero negro, con Moreno, Comandare, Cholo y MePeino (por este orden los conocí); las chicas teníamos vedada, aparentemente, la entrada al círculo mágico.

Allí me colé y en su fiesta me planté.

No dejo de ser para ellos, desde entonces, un hombre enjaulado en un cuerpo de mujer: un accidente; constante.

―De espalda, pasas por uno de los nuestros. O casi.

Me quieren, me cuidan, me protegen; es amor. Poliandria casta; leal y densa; de ellos podría escribir John Ford, puntilloso retratista de personajes, un guión impetuoso, homérico: la trilogía sobre la caballería (Ford Apache, La legión invencible y Río Grande). Son de los que aprietan la mano en el saludo, respetan la palabra dada y desertan de la lasitud de los tiempos postmodernos; son como los buenos poetas, invisibles: no te fascinan, huyen del fútil deslumbramiento, conquistándote, sin embargo, por la suma de sus conductas.

Luego suceden.

Llegan para quedarse.
No, no es eso. Llegan, te quieren y se van, sabiendo que el rito nos protege; atávicos, como los estratos de la especie.

Insisto. Llegan, te quieren y se van.

Hoy seríamos los “friquis” de la clase, pero de aquella, corrían los 80: todo era acción, la televisión mater nutricia de iconos, Warhol o Tàpies en pleno apogeo, la ambigüedad, la experimentación, la postvanguardia en el arte, el furor del consumo, el pop español en los radiocasetes; la ejecución antes que el resultado. En esa España de tribus, vehemencia vital y aspecto cortical que salía del blanco y negro para lanzarse al multicolor, constituíamos un corpúsculo micáceo más; algo desopilante, ingenuo, vital, en medio de aquel pastiche hormonado, fluyendo por pasillos de un desolador edificio gris que sin embargo recordamos verde; un gran bosque de cemento: así suelen ser los pabellones de la adolescencia leñosa: “La memoria es un dedo tembloroso”, escribió Juan Benet.

Con todo el simbolismo cromático que ustedes quieran darle, de ese territorio gris o verde, verdosamente gris, gris militar, verde grisáceo, verde que te quiero verde nos nació para la posteridad esa familia elegida, alternativa, que se conquista cuando todo es posible, cuando creemos que somos nosotros los escultores de vida y no el tiempo. Raíz, honestidad, adhesión incondicional: la heterogeneidad del yo se hace uno, el hegemónico amistoso al servicio del grupo; todo ocurre porque transcurre con los otros.

Fue una ceremonia más: veinte años después.

Nos faltaba Moreno y nos acompañaba el quinto elemento: esa suerte de ósmosis positiva, el conspirador Patuky.
De “esa delgadez fibrosa, llena de venas flagrantes, que el rock le había robado a Egon Schiele” (Alan Pauls), sólo nos queda un representante: el Padre Karras. Al bajo, espléndido, pulcramente bello, interpelado por algo que va más allá de la admiración y el entusiasmo. A la voz nuestro Jean Nouvel, el arquitecto de la seducción: Cholo.

A sus pies, en éxtasis cual ave que avizora, el resto.

Cuando están juntos en casa o en un humeante tugurio o hablando por Cimadevilla y cuando salen a contemplarse, ellos arriba de un escenario, los otros abajo, el pacto se consolida. Poca mueca en el dueto que escucha: el dedo que apunta a MePeino, un guiño sobre el estado de los amplis y el sonido, este asiente o niega (casi siempre lo segundo), los falsos pies de Patuky pisándonos a todos mientras sus aparentes rodillas bombean el pantalón con el vibrato, los tapping o los agudos “heavyotas”. Y yo observándolos, escrutando esa autenticidad que exhudan.

Lo que más sorprende: su sinergia. Y el linaje.

Apenas dicen; ríen, corre la cajetilla y se encienden recíprocamente los cigarros, exorcizan el pasado; el golpe, físico o verbal, suele amagar el afecto, de vez en cuando uno huye, en su regreso, los huecos entre los dedos desaparecen asidos a cuellos de botellas: arañas de engrudo etílico.

―¿Hace un mol?
―¡Venga!

La marca no importa, siempre es cerveza. Se miran y gozan. En eso se resume su vínculo: saberse grandes los unos en las miradas de los otros. Para comprobarlo sólo hace falta estar ahí. Nada más.

No envidio esa suerte de amistad masculina, sin saberlo, me adoptan como nativa. Esa exhibición, sus modos, la diversidad de registros, la mirada biselada, el humo entre sus cuerpos encorvados, su jerga, el descaro, el cúmulo de referencias, los diálogos de películas repetidos que ya sólo a ellos pertenecen, los personajes invocados, el recuerdo a aquellos que sólo están en el círculo conjurados (Alejandro Roy, Roger, Nino, CaraNeñona, Verdi, Concheso, Manzanas…), se interpone entre ellos y yo, no como frontera, sino como gárgola de complicidad.

La Ilíada me gusta por muchas razones (esta no es una entrada literaria acaso un conato de crónica así que no me voy a extender, no ha lugar), una de ellas por la memoria del hombre entre hombres. Los grandes reyes muertos, el respeto entre combatientes, el valor y la cobardía, la cólera de Aquiles, la mezquindad de Paris, la valentía y el amor de PríamoReminiscencias de un pasado donde los hombres se albergaban y reverenciaban.

Como aquellos que Homero cantó, así son estos hombres míos. Y digo míos y digo bien.

El resultado siempre es el mismo. Cada vez que me invitan, porque una reunión invariablemente es una fiesta, niego a mi admirado Luis Alberto de Cuenca, Cuando pienso en los viejos amigos, porque los míos se van, solemnes y crecidos, o heridos y vulnerables, pero siempre tatuados de los otros, mascando tabaco incondicional y con billete de vuelta.


"... Entonces me encontraste tú...
vaga sombra extraída de una crónica apócrifa,
deux ex machina, sueño forjado por un loco
para rehabilitarme y condonar mis deudas.

Llegabas como el drago de tu patria: frondoso,
soberbio y milenario, cargado de leyendas,
lleno de grutas feéricas y amores primevales,
con el pájaro azul y la rama de oro.

Hablaste y tus palabras sonaron en la estancia
como viejos hexámetros de Homero o de Virgilio.
No me herían. Cantaban. Y en sus modulaciones
vibraba la amistad y la paz retornaba.

Dijiste del saqueo de Troya por los griegos,
de la sombra de Helena y del hacha de Hagen,
de abrazos que duraron un siglo, de Nausícaa
y del múltiple rostro del campeón eterno.

Todo era matinal, como los desafíos,
como los desayunos de la señora Hudson.
Y la brisa del alba traía las canciones
primeras de la especie, los primeros latidos.

Las horas discurrían doradas, y tú, hermano,
me hacías regresar al claustro de la vida.
Y Otelo no tenía que matar a Desdémona,
y Angélica sufría los desdenes de Orlando.

Luis Alberto de Cuenca, "Encuentro del autor con F.A."

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