viernes, 19 de junio de 2009

El virus del lenguaje

Tengo una amiga. Se llama Marta.
Es pequeña y suave, pero no de algodón y sí tiene huesos. Vive en un territorio lingüístico, una pesadilla de códigos, límites semánticos y trampas fonéticas. Le gustan los palíndromos (ahora no responde por su antropónimo, sólo si la llamas Tamar), como remoquete esta semana ha elegido Súcubo y como país Mali, su gentilicio maliense, su comida importada de Bamako. Toda infiel, salvo a la lengua. Siempre el castellano o español: la única certeza que la sostiene (“¿Aún no te has enterado de que 450 millones lo hablan? Tanta grey no puede confundirse.”)
Se enamora de las palabras, la seducen, la infectan y la habitan. Recorre con sus dedos la caligrafía, se diluye en la letra del abecedario elegida esa mañana para su idiolecto, si el diccionario no le da el verbo o el sustantivo o el adjetivo con los que atrapar sus ideas, no hay proposiciones ni formas lógicas: se comunica con silencios, cinésica y proxémica. Como Debussy dijo de Stravinsky “Parece que Stravinsky escribe música con medios no propiamente musicales, de la misma forma que los alemanes intentan fabricar bistecs con el serrín”. Marta hace del lenguaje una forma de vida, unas hebras que no son las estándar. Una savia subrayada; sus amores son implementos, complementos, aditamentos o un mero predicativo. Su jerarquía en las relaciones: comparativo, superlativo relativo y superlativo absoluto. Ayer le dio por la P, “Padezco pirexia, pelillos a la pleamar”. La paranomasia: su vicio. Confeso, al menos.

Ayer la güija pintó en C. No decidió mi amiga; esta vez la forma se impuso a la sustancia.
Un cáncer cervical carcome a la caliginosa Marta.

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