lunes, 22 de junio de 2009

Blanco

“El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve.” O. Pamuk

Acabo de entrar en Paseo Recoletos 21. Me siento donde me dejan. Café con leche, por favor. Gracias.

Arte, Yasmina Reza, en el teatro Alcázar, 20 de junio de 2009, Madrid. Un cuadro blanco, tres arquetipos de comportamiento, una amistad. El sarcasmo. La crítica. Recuerdo ―mientras miro el azúcar, también blanco, que por efecto del proceso físico de la polarización se va diluyendo en el café, como las palabras que nadie retiene, el peso del helio― una frase que subrayé en un libro de Yasmina Reza, “Ser adulto es estar solo” (Jean Rostand). “Dios no juega a los dados”. También lo leí, esta vez en caligrafía de Coetzee. Y la portada del libro era blanca (Diario de un mal año). Hablaba del paso del tiempo, de la vejez, de la reflexión de la contemporaneidad y de Kant y su percepción de la realidad: lo que menos importa es la verdad, la necesidad como andamiaje lo sustenta todo, la percepción es lo único que realmente nos interesa (sujeto más objeto).

Cuatro a lo sumo cinco son los temas que al artista obsesionan para dejar constancia de que fue, de que más allá de su discurrir, él superó al tiempo, creció, lo venció. “Quizás pueda derrotar a Kramnik, pero no al tiempo que pasa”, Kasparov. Sigo mirando los cómodos sofás rojos del café, el Paseo Recoletos a través de una ventana, distante, las mesas contiguas a ellas se encuentran esta primera mañana de estío (qué deliciosas las estaciones, la meteorología secuenciada), sospecho que siempre, retenidas por alguna pluma que escribe o finge escribir observando el mundo. Él quieto. El redivivo camarero, oscuro, contando las monedas que resbalan y crujen entre sus dedos sucios, atrofiados, el tiempo, las noches sin dormir, la artrosis creciente, se me acerca, me entrega un papel de un rosado perspicuo, tres con cuarenta (la letra inclinada, abandonada, harta de ser siempre la misma concubina no se deja acompañar de la moneda en curso). No importa. Viene dado. Estamos en España: todo es contingente, nos alimentamos de la amnesia.

Me ha gustado la obra, escritura y espectáculo. Siempre que voy al teatro pienso en Lorca: la letra que toma forma, donde las palabras se levantan, se adhieren a quien las escucha, se abrazan a sus adláteres; se rebelan, en el otro, de su condición: pequeñas anarquistas (lo que menos les gusta del poder es el propio poder). Un cuadro blanco, cincuenta mil euros. El arte: puro mercado. ¿La literatura?

Pensaré aún más en ello cuando llegue a mi ciudad, un triángulo verde, últimamente una colonia de Mordor (la luz se ha ido) y pueda leer los artículos atrasados de estos dos días de ausencia en el periódico local y encuentre, entre ellos, un homenaje que un periodista y escritor, le dedique a un editor, callado, en blanco (no aparece en los grandes catastros, ni en el escrutinio de las finanzas editoriales), un falso albino (bajo él un gran palimpsesto) que impulsó y dio forma a dos de mis libros preferidos (Últimos ejemplares y Los caballos azules), que mima y protege la poesía. Acaso al poeta (Occidente).
Álvaro Díaz Huici.
No me apetece que sea un sin nombre. “Un hombre no es una isla”. Él es un hacedor de historias: las empuja, las enluce, las recoge, las copia y nos las enseña. Sin blanco. Aunque él sostenga varios colores del espectro literario (de donde su luz), sobre el papel de la paraliteratura es blanco: hueco o intermedio.

Pero ahí, sentada observando las manchas que ofensivas reducen la pretendida aristocracia del uniforme de camarero, aún no sé que reflexionaré sobre ello. Sigo en Madrid. No regresaré hasta mañana.

Revuelvo el café, casi frío. Se me ha ido el tiempo. Parece que hace apenas media hora salía del museo El Prado. Han trascurrido dos.
Él nunca se detiene.
Tic. Tac.

Los blancos de Sorolla. La nieve que todo lo lava. El estallido de luminosidad que no me permite mirar fijamente los árboles a través de la ventana. A mi derecha una placa que alude a mi ciudad, a un premio de novela, 1989, antes Fernando Fernán Gómez. Las mesas son de mármol. No blanco.

Estaba, sin embargo, reflexionando sobre Sorolla. Más complejo de lo que esperaba. El desarrollo de su yo: sutilmente audaz, social, convencido de su don, plegado a la familia, la nación y la costumbre: un integrado, gregario, endógeno. ¿Por qué sospecho que miente? Es tan agudo en su técnica, tan acertado en los matices de la luz y la riqueza nutricia de los blancos; tan pornográfica su dedicación a la sociedad y a la familia que me pregunto dónde se halla el detalle que me hizo captar la sospecha de la hipocresía, el gesto huidizo, apenas un surco rosáceo en sus opalinos blancos. La errata.

Pago mi consumición. Me fijo en el velo que cubre los ojos del hombre que me cobra. Se ha acostumbrado a no mirar.

Ya sé. Capturo la grieta: en la entrega al cuerpo femenino.

El color, la morbosidad, la calidez turbia de ciertas pinturas, pocas. Y esas nalgas desfloradas (profanadas por la mirada que pinta, el ojo que contempla la ficción superando la línea realidad―percepción). Lo delata el fanal que alumbra al que observa el lienzo.
La sensualidad de La bata rosa, me perfila un Joaquín vivo, erótico, esquivo con la monotonía, adepto a la capacidad de desear con la firme seguridad de que es aquello tan sólo probable. Muy poco. “Dios no juega a los dados.”

Ella le pidió que la pintara desnuda, un homenaje velazqueño. Sumiso aceptó, sólo era una representación más de aquella abstracción llamada burguesía.
Pinta a tu esposa desnuda; píntame.
Me pondré de espaldas, seré tu Venus de Milo. Destaca que mi mirada reposa sobre nuestro anillo de boda. Pontifiquemos la sagrada alianza: eso justificará el atrevimiento. La lúbrica desnudez. Joaquín esposo dijo sí. Lo efímero, lo momentáneo tomando forma y peso en la plasticidad sonrosada. Ella reposando en el cuerpo de Clotilde.
Seré libidinosamente hermosa para todos. Una dedicatoria a nuestro amor sobre las líneas del tiempo.
La mujer se muestra abierta: en carne, al deseo, hacia el hombre; todo lo que anuncia empieza donde termina su espalda.
Joaquín baja la mirada, se mira la bragueta. Ella sabrá que la Clotilde de
Desnudo de mujer es ella; a la esposa, en su código privado, entrega para la posteridad María Clotilde. Era una ofrenda. De amor. Por supuesto.
La otra se reconoció en las telas. Y entendió.


Y este extraño afán de darle vueltas a todo se queda sin más entre las monedas que entrego al hombre mientras doy las gracias, me dirijo hacia la puerta y no miro hacia atrás. Más allá del postigo que linda con la calle, Madrid es una ciudad explicativamente blanca. Como la obra de Yasmina Reza. Como la solidez pictórica de ese color en Sorolla. Como los impulsos sabios que se esconden tras el arte (tiempo, editores, musas).

Como el silencio.

Como la nieve.

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