lunes, 25 de junio de 2012

Celebración



Crucé una tierra macilenta y agriada.
Denso mar gutural
ni los pálidos gritos de la noche
ni el torvo viento loco ni el relámpago
ni los mudos salones del espanto
ni nada sino tú le hablaba al que marcado
sin otro amor que el de la muerte
sin más fidelidad que su desdicha hipnótica
en secreto alimenta su mal y solamente
por la disolución será purificado.

Tomás Segovia

Aquella mañana mi madre llamó temprano. Me pidió que el domingo, 24 de junio, día de mi cumpleaños, fuera a comer, que irían también mis otros dos hermanos y que por favor, sin que fuera un precedente de nada, ni hubiera algo mezquino en ello, buscara una excusa para acudir sola, sin mi marido, ni los niños. Ella no solía hacer estas cosas. Al contrario, era de esas personas que andaba entre puntillas, que sabía cuándo alejarse y acercarse, el momento en que se estaba de menos o de más. Dominaba la gestualidad de la cortesía. Ese tipo de corrección. Esa, también.
Apenas hubo más.
Nos citó a las dos. Hacía sol y en la iglesia de la plaza las campanas apagaban el sonido del mar. Nos sentó a los tres alrededor de la mesa. Dijo que iba a confesarnos un secreto, que no esperaba un perdón, que el destino o quizá el cansancio de la edad le habían roto el silencio, que por una vez nosotros no constituíamos la razón, solo ella.
Añadió que en un par de horas tendríamos una visita, dos personas, y que esa sería la coda. Dispuso en la mesa nuestras bebidas preferidas, los dulces y salados apropiados a cada uno de nosotros. Para mis hermanos sus croquetas de ibérico, los buñuelos de manzana y avellana, las mini tostas de foie. A mí me tocaba el privilegio de la tortilla de patata, los nidos de arroz con oricios, su maravilloso bizcocho de tres chocolates. Supuse que la noche anterior se la había pasado entera cocinando. Bach en el aire y cava en su copa.
Así era.
Y muy despacio. En los movimientos, en el gesto, en las caricias. En su voz. Para que estuviéramos a gusto, para que sintiéramos nuestro peso, para que el escenario demostrara a las claras nuestro protagonismo.
Mi madre nos amaba en la ilusión de sus ojos: nunca necesitó más para decirse. Y sin embargo, el tiempo, las nubes, sus manos, todo parecía dibujarse en su paleta para celebrar de qué modo era nuestra.
Mi padre había fallecido hacía muchos años. Se quedó viuda cuando yo había empezado la Secundaria. Mis hermanos se llevan dos años. Con el mayor me distancian seis. Mi infancia, se diría, estuvo hecha de niños, balones, cromos, cine y música. Mi adolescencia, sin padre.
Contó y describió y siempre dijo que había querido a su marido acaso más que a sí misma. Que un día el rumor, la grieta, ese espacio por donde el magma que ella había sepultado bajo lo correcto se abrió. Lo incendió todo. No dijo mucho más. Nos trató como adultos, concluyó que si ella había hecho bien las cosas nos encaminaríamos hacia la aceptación. Sin juicios. No será fácil. Algunas piezas tendrán que recolocarse. No será fácil, insistió. Los tres sois iguales, a pesar de todo. No olvides hija mía: quién fue el hombre que te puso tu nombre, quién te crió, quién estuvo en el hospital, la bicicleta, los puntos en la frente, las letras y los números, tus días con tus noches.
Siguió. 
En su narración añadió que la habían telefoneado desde un número desconocido semanas atrás. Que había dudado en cogerlo. Curioso, sí. Porque mi madre y el móvil son dos entes yuxtapuestos. Nunca lo atiende. No le gusta. Es un mohín infantil de rebeldía, un "yo a lo mío", un "taconazo sobre mi independencia" ¿Qué le hizo esa vez aceptar la llamada del extraño? Quién sabe. O, sencillamente, debía ocurrir.
La voz de un hombre joven le contó, desde el otro lado, que su padre había muerto, que él y su hermana eran los destinatarios de acometer sus últimas voluntades y que entre estas figuraba la instrucción de que le fuera entregado a ella un gran sobre y unas fotografías. Se disculpó por el atrevimiento. Se citaron. Y se dijeron adiós.
Al colgar el teléfono, ella supo. 
Lo supo todo.

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