domingo, 15 de mayo de 2011

Veneno, mentiras y besos


"No es de muerte natural como muere un amor genuino, sino bañado en sangre, bajo los golpes que le asesta otro, no necesariamente genuino -porque allí las leyes del amor, ciegas a los títulos de nobleza, no tienen ninguna misericordia- pero sí oportuno y, sobre todo, impulsado por esa crueldad entusiasta que anima a todas las emociones jóvenes."

ALAN PAULS, El pasado.

Una mañana descubrí que me gustaban los mentirosos. Esas personas capaces de rebelarse a través de la ficción que vampirizaba una vida gris. Bábel comienza uno de sus relatos de este modo “Yo era un niño que contaba mentiras”. El bello Alan Pauls ve en la literatura un modo de mentir compulsivamente sin sufrir las consecuencias que el embuste deviene en la vida real. A mí me gusta que él encadene mentiras, una tras otra y yo juegue a descubrir cuál fue la primera, el privilegio, el dispositivo que activó ese constructo. Leo a Batuman (Los poseídos: inteligente, infecciosa, divertida, llena del arte de narrar, del arte de pensar; enferma de la gran literatura) y ella me recuerda qué hizo Cervantes con El Quijote y cómo lo supo explicar Foucault: esa suerte de no ruptura entre vida y libros: en ese manual de lo humano donde todo confluye. Mentira, ficción, vida.

Creo que me enamoré de él en uno de sus relatos. Una tarde, mientras preparaba una clase sobre narrativa para mis alumnos de primero de bachillerato. Me infecté de su belleza: aquel lenguaje donde de un modo u otro todo flotaba y yo me permitía inventar ese aquel que desde su lado me contaba. Todo amor tiene un epicentro, ese segundo que luego se recordará pero que nunca fue contemporáneo a su alumbramiento y que como una plaga se propaga lleno de proyecciones y sueños y deseos.

Alimentado por la ficción germina.

Podría haberme cruzado con él hace años en un bar de adolescentes, tímido y lúbrico, enfadado con su origen, aventurero de formas de familia alternativas. Tal vez él me hubiese mirado desde el fondo, allá donde entrañas, semilla y sangre, empujan la vida para que estalle, aquí, allí, junto a esa parte a la que deseamos arrojarnos y a ella adherirnos. Acaso lo hizo y entonces pudimos citarnos una tarde de verano en una fiesta, él me vio en bikini, la playa, un tipo de fiebre, le gustó cierto desparpajo, una coquetería incipiente, le propuse encontrarnos a media noche en el barco. Pero él tuvo que irse: su cuerpo no soportó el vaivén de lo flotante: un vómito patológico lo alejó de mí para siempre. Quién sabe si se preguntó todos estos años qué fue de mí. Si intentó localizarme, soltera o casada, con o sin hijos, con un máster en finanzas, directora de algún departamento, madre de familia, colaboradora en una ONG, discapacitada, enferma. Igual fue un mediodía febril, él salía de una librería y yo entraba. O aquella tarde en que subía la cuesta en dirección a mi nueva casa en un barrio obrero, en el este de mi ciudad y él bajaba la calle con una mujer alta y colgante. También pudo mirarme y yo a él. O no. En su lugar, otra celebración, ya de treintañeros, recién casados, sin más ojos que los de la carne que nos posee. Richard Ford escribió por voz de esa madre en Incendios algo así como que a veces a quien no podemos decir no es a nosotros mismos. Todo se alza, se revuelve, se cifra en un gesto, aquel mal pie, una palabra torpe; lo que no hicimos, o sí, lo que no dijimos, o sí, lo que no fue aguijoneado en la determinación o excesivamente alentado. Ese punto en el que todo empieza a caer y como en el origen tampoco es coetáneo: se regurgita en un recuerdo rumiante. Primero como una mancha de humedad que el tiempo convierte en techo mohoso. Luego pudre.

Me doy cuenta de que el tema es lo de menos, es el mismo, porque lo que cambia en realidad es la forma de narrarlo. Mentiras. Eso es lo que me condujo a la última novela de Javier Marías (Los enamoramientos): “Hasta los encaprichamientos más pasajeros y leves carecen de causas”: una vez más el amor problemático; sus trampas, su enganche, las grietas por donde todo fluye y se escapa. Una mujer se enamora de un canalla pero se queda con la épica. No sé qué hombre me lo escribió en una carta de amor. Pero yo, diestra en los diálogos de cine negro, le contesté "Cuidado con las chicas de rostro infantil, en mí hay 50 kilos de veneno, mentiras y besos" (China girl). Como a veces la vida pesa precisamos de la ligereza de lo falso, esa adulteración de días y noches, piernas abiertas, ojos embriagados, el susurro de él engañando tu alma.

Miénteme. Anda, miénteme. Y él obediente como la melancolía en lo bipolar altera la existencia: había una vez un astrónomo sirio… Miénteme y seré para ti esa chica mala llena de veneno, mentiras y besos.

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