jueves, 12 de mayo de 2011

Tratado de avicultura o esa clase de amor


Yo era muy pequeño y el recuerdo apenas es un borrón en mi memoria. Mi padre me regaló un nido con dos polluelos que rescató del alero de la vieja casa materna. No sé cómo se las arregló, pero consiguió atrapar también a los padres, que me entregó acurrucados junto a su progenie, los cuatro mirando a su alrededor con los ojos aterrados por el terremoto que suponía aquella mudanza en brazos de un niño de tan corta edad.
Aquella misma tarde regresábamos a la ciudad y mientras mi padre discutía con mi madre por el exceso de equipaje y ésta trataba de embutir en el maletero un número a todas luces exagerado de sacos de patatas que algún familiar le había regalado, yo me acomodé en el asiento trasero del veterano Simca 1200 portando en el regazo lo que consideraba un tesoro de valor incalculable.
Cuando llegamos a casa cuatro horas después, los pájaros adultos ya habían muerto.
Me recuerdo cebando a los dos polluelos huérfanos con migas de pan empapadas en agua. Aquellos minúsculos hatillos de plumas y huesos devoraban con avidez. A la mañana siguiente yacían inertes en mitad del nido.
Comprendí que mis esfuerzos habían alimentado sus pequeños cuerpecitos pero no habían logrado dar sustento a su espíritu, que hubiera necesitado del gusto secreto del alimento regurgitado por sus propios padres.
A los diecinueve años mi familia me costeó el carnet de conducir. Tardé un tiempo en viajar por carretera pero tan pronto como lo hice descubrí que, si estás atento, puedes disfrutar de cuando en cuando del vuelo circular de alguna ave de presa que otea la mancha verde que se extiende a ambos lados de la autopista en busca de presas ocultas entre el follaje. Siempre me ha fascinado esa imagen.
Ahora que voy ya por la cuarentena, sé que algunas aves solo alcanzan toda su majestuosidad cuando extienden las alas y se dejan mecer por los vientos.
Libres, salvajes, solas.
No ignoro que la belleza no reside necesariamente ahí. Se puede criar un hermoso guacamayo o un jilguero cantarín en una jaula. Pero si te encaprichas de un águila o un búho real debes saber que tendrás que dejarlos volar libre siempre que puedas, y permitirles que devoren algunos bocados de la presa aún caliente a la que hayan dado caza, porque eso alimentará sus espíritus al tiempo que un pienso artificial da sustento a sus funciones vitales más básicas.
No sé si se entiende todo esto que cuento aquí. Es que sé que cuando estés de ese lado extenderás tus alas y el viento te llevará a un paraje donde atraparás el fugaz tiempo feliz. Y me alegro porque sé lo que eso significa para alguien como tú y cuánto lo necesitas.
Tuyo.

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