sábado, 1 de enero de 2011

Trobar leu


El día de los pechos y las pequeñas caderas
la ventana acribillada por una desapacible lluvia,
lluvia arreciando como un pastor,
nos acoplamos, tan cuerdas y tan locas.
Yacimos como cucharas mientras la siniestra
lluvia caía como moscas sobre nuestros labios
y sobre nuestros ojos felices y nuestras pequeñas caderas.

"El cuarto está tan frío con lluvia", dijiste
y tú, femenina tú, con tu flor
rezaste novenas a mis tobillos y a mis codos.
Eres un producto nacional, un poder.
Oh mi cisne, mi esclava, mi querida rosa de lana,
incluso un notario daría fe de nuestro lecho
mientras tú me amasas y yo me elevo como pan.

Anne Sexton, Song for a lady

El ruido venía de allá. Los petardos en la calle, los vecinos con sus brindis, las viejas almas por los tejados. El parpadeo de las luces navideñas en el edificio de enfrente. Aquí el guiso, el emplatado, la cocina y sus vapores. Ella colocaba los ibéricos en las bandejas mientras la otra revolvía la salsa (terror ante los grumos). Sonaba Bach por pertinaz petición de la cocinera. Dejó la tarea. Se acercó por detrás, introdujo las manos bajo su camiseta y la recorrió hacia abajo. Llegó a la cinta pero en esta ocasión, a diferencia de otras, no desabrochó la lencería. Se limitó a besarle la nuca, el nacimiento del pelo, la piel y su vello.

―Me gusta tu detrás.

―Gracias.

―La nuca atada a tu espalda; arrastrarse hasta el límite de tus nalgas.

Cuchara de madera y vueltas dibujando falsos Matisses entre lo espeso.

―Te he traído un vino. Hoy sí, anda, preciosa.

Abrió la botella, tomó dos copas de la cristalería preparada para la noche y sirvió lentamente un buen vino de toro, denso, afrutado, aromático, con bordes rojos, viejos, perfilando la frontera del caldo con el vidrio.

―¿No querrás envenenarme?

―¿?

―Las plantas agredidas por patógenos son capaces de liberar sustancias volátiles que llegan a otras plantas con el fin de que estas se defiendan del agresor. El mecanismo consiste en alterar su nivel de taninos de modo que se vuelvan venenosas.

―Deja la salsa. Vayamos al mar.

Ella se quitó el mandil. Esta se quitó el mandil. Se lavó las manos, la cara, los labios. Cogió su abrigo. Cogió su chaqueta. Dejaron el taller a llama baja.

Hacía frío. Había luz. Era uno de esos invernales cielos norteños, puros, harinosos, sin ofensa.

Se descalzaron. Ella quitó sus medias. Ella sus zapatos. Cada una recogió sus partes en la mano coincidente con la de la otra. Antes nunca sueltas: desde la primera vez aprendieron a caminar dedos entre dedos.

Lejos. Muy lejos.

El presente poco y el futuro no cabía en sus letras.

―Ya no me amas ¿es eso?

―No, ya no te amo; te quiero, no obstante, muchísimo.

Arañamos el pasado con uñas negras, sucias, feas.

―Te vas a ir.

―Ya lo sabes.

Posaba sus ojos más allá como si sus pasos fueran guiados por el caballo de su mirada.

―Dejarás que pasen las fiestas.

―Sí.

El mar hería. Sus palabras herían. Eran pocas, pequeñas, insalubres; ya no, al fin, rameras. Ella sintió una suerte de alivio. O paz. O pena.

―¿Hay alguien?

―Hay alguien.

―¿La amas?

―La amo.

Entonces lo turbio, como plomo, entró de golpe en su rostro. Palabras. Actos. El miedo.

Pasaron las arenas, los pecios, alguna que otra pareja de adolescentes pariendo vida; llegaron al final como imagen, un finisterre ácido. Cayendo, cayendo, cayendo.

―¿Te fías de ella?

De todas las preguntas nunca esperó que le hiciera aquella. Reposó los tiempos. Movió imágenes, retazos de conversaciones, abrazos y besos robados.

―No. No me fío.

―Y aun así… la amas; cierto, la amas.

―La amo.

―No te fías de ella. Ya. ¿Cobarde, mentirosa, infiel?

Aquel etiquetado era lo opuesto a sus virtudes, un mirar de esquina, una rebaja, una envidia malsana; como todas. No se ve. Un puñetazo sobre la mesa: ella es lo que no soy yo. Y la ama. No se la cree, no confía, sabe que la engañará. Que habrá otras. Y la ama. La ama, la ama, la ama.

―No sigas, por favor. No lo hagas.

―Nunca has hablado mal de tus amores, preciosa. Nunca has permitido que otros hablaran mal. Veo que sigues siendo la misma. Está bien. Luego estás bien. Tú y tu brújula.

Siguieron de vuelta a aquella casa.

Ella se quitó el abrigo. Se puso el mandil.

Ella entró en el baño. Salió con los ojos húmedos, su chaqueta y sus zapatos de calle, conspirando.

―La amas, pero no te fías.

Y ella vio algo excesivo en sus ojos. Lo desconocido, un golpe de vanidad u orgullo; lo humano.

―Si esa, quien sea, merodea tu vida con intenciones de instalarse en ella, no te conformes y te rebajes a una mujer cuerda, loba. Asegúrate, preciosa mía, que está todo lo loca que tú mereces. Cautiva y desarmada, como el Ejército Rojo. Tuya, entregada, inerme e incondicional.

Cogió las llaves y dijo que se iba a conducir, que necesitaba estar sola, que no la esperasen a cenar.

Grumos en la salsa.

Y se fue.




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