miércoles, 26 de mayo de 2010

Frívola y bonobo

Para Vicente, que hoy necesita la risa

A veces me enfado pero no se me nota mucho. Acaso porque me pongo picudina y algo querellosa. En esos casos trato de ver que ahí fuera hay un ancho mundo y que no tengo razones para protestar. Hay que mirar más allá de uno mismo.
Siempre me dice mi amiga M. que tanta queja no es más que soberbia; así que me coge de la mano, me arranca de los libros y "Me saca al mundo" a darme un buen baño de realidad. Así lo llama ella.
Paso a contar el último chapuzón.
Va de trapitos, sujetadores y transparencias. Yo de mano lo digo y el que quiera que siga o se plante.
El último lujo que me permití fue un vestido floral, de tela vaporosa, de una marca londinense. Me lo compré un día que cobré y que hacía sol. De esto hace unos tres meses. Parece una adición extraña: cobrar y que haga sol. No lo es. Antes cobrábamos todos los meses y antes en primavera salía el astro rey. Ahora nos quitan un pellizco por ciento, los interinos que no tenemos vacante donde dije pago el verano digo diego y va a ser que no (la crisis, la crisis, la crisis); encima, el sol se ha largado a Palau. Ah, que no saben dónde está. Yo hasta hoy a media tarde tampoco. No desesperen, antes acabo la historia del trapejo y los suspensorios y luego les hablo del paraíso.
Total que aquí ni dinerito rico, ni luz. Pero ahí no queda la cosa. No estrené hasta hoy la dichosa prenda porque muy bonito, muy favorecedor, muy, muy, que insistía el chico que me atendió en el establecimiento, mientras yo daba una vuelta hacia la derecha y otra hacia la izquierda, sacando culito y abriendo las piernas para ver si era ropa de la que me puedo poner en bicicleta, en mi caso razón sine qua non... pero no. No se daba la ocasión. Además: me faltaba un complemento (no lo supe hasta que me lo probé delante de mi amiga M.).
Allí todo parecía ir muy bien. El dependiente seguía con el muy, muy, muy y yo con la luz y lo veraniega que me veía en aquel espejo, me dejé querer y me lo llevé. Pero (siempre lo hay) me arrepentí del gasto con el recorte salarial. Como tampoco hacía buen tiempo para estrenarlo... me apetecía devolverlo. Guardaba el recibo, la gasa colgada de la percha, la etiqueta en la lazada... Se lo comenté a mi amiga y ella me dijo que era una rancia. Póntelo aunque no haga sol. Voy para tu casa y te quito la etiqueta. También me dejé querer: vino, me lo puse y tachán descubrimos la ausencia del complemento. El tirante estrecho, el escote en la espalda que enseña el sujetador ¿me lo quito y lo llevo como aquel anuncio de desodorantes marca Fa de los setenta que tanto hacía toser a mi padre y encima en bicicleta? Va a ser que no. Oye M. que lo cambio, que encima “con” se me ve la tira y “sin” parezco un bonobo dando gracias al mundo. Tú estás tonta, vamos de compras, necesitas un cruzado especial. A mí eso me sonó al cruzado mágico, también de los setenta (¿Playtex?); una vez más me dejé llevar. Acabamos en una corsetería de las de toda la vida donde mientras esperábamos turno nos dio tiempo a acomplejarnos de nuestra anatomía (Musil en versión femenina: La mujer sin atributos; nos salió la gracieta fácil). Cuanto más entrada en años era la señora más talla salía de la caja (a ver si va a depender de la edad, como la osteoporosis). Las dependientas, todas profesionales, dominaban el ancho, el alto, el fondo y las periferias. “Tú lo que necesitas es un Up”. “Ay, vidi, me parece que te voy a dar un reductorín”. “No, cari, sin tirantes no te lo vendo, que te bajan del ombligo”. Y todo así.
Delante de nosotras iba una púber, no tendría ni once años, estaba claro que era su primera vez. Ambas, mi amiga M. y yo, recordamos los duros inicios, el día en que llegas del colegio llorosa porque los niños o las niñas de clase te dicen que “ya” tienes y que qué haces “sin”. Mal trago comentarlo en casa, que digo yo que si en la escuela se dan cuenta, primero tendrían que habértelo dicho tu madre o tu padre o cualquiera de tu familia. Si te quieren, vamos. Luego, pasar por la vergüenza de ir a uno de esos sitios con los estrenados salientes, de la mano de tu progenitora, oírle decir: Nada, que a la niña le han salido, bueno, ya lo ves y que me digas qué le compro; y para rematar te etiquetan de Pollita. Mientras, tú, en medio de tanta novedad carnosa con las muñecas dentro de la mochila escolar sintiéndote un pequeño bicho (de aquella no habías leído a Kafka, desconocías lo de despertarse convertido en un monstruoso insecto tumbado sobre la espalda en forma de caparazón, pero igualmente te creías sola entre tanta cotidianidad absurda, culpable y frustrada por no encontrarle sentido a nada).
Ahora, como pudimos comprobar, ya no se lleva lo de que alargue la mano la buena corsetera y te mida al palpo. Ya no te aprieta el pechito y suelta en medio de la tienda: Está como para una 85, copa C; igual una 90 y le mandamos arreglar la tira, porque es estrecha de contorno.
Te quedabas allí, plantada en mitad de ninguna parte, con aquella desconocida asida a tus glándulas mamarias, rojina como una cereza y maldiciendo a tu madre y el día en que en la ecografía (¿harían de aquella esa prueba a las madres?) en lugar de salirte un par de pelotas, el ginecólogo vio tres rayitas y el mundo te nació mujer.
La niña salió airosa del asunto y llegó nuestro turno. Sacamos el vestido de la bolsa. Muy mono, ya veo, ya veo. Vamos a ver, entras y te lo pruebas sin nada, bueno, no te quites las brag... (la señora hizo una pausa en la dicción, seguida de un mmmm y una miradita de abajo arriba y continuó)... guitas. Dedujimos que dependiendo del volumen, medido a ojo por la experta señora, pasas de -itas a -as o a la inversa.
Vaya, no pensaba, la verdad.
Quita, pon y sal. A ver, aquí necesitas tirantín estrecho, color marfil o champán, tira baja o cruce al frente (¿instrucciones militares?); entra y te voy pasando. Cada vez que te pruebes uno sales. Y así una hora. La buena señora que me coge, me sube, me baja, me aprieta, me suelta, me estruja, me tira de las axilas, me empuja el vestido ora abajo, ora a los lados. De vez en cuando: ¡Hoooombre va, por favor no salgáis del probador en ropa interior!
Y tú ahí, encerrada esperando el ¡Ya estáááá, podéis moveros libremente!
Mi amiga M. estaba encantada entre tanto realismo de bata y rulo, yo con ganas de llevarme el último o el primero de aquella larga lista lencera que sonaba a francés, pero irme de una vez y dejar de sentir las manos de la corsetera meneándose por mi anatomía. Al final, cogí el cruzado marfil con todos sus complementos más por largarme de ahí que por convencimiento. En la calle por fin, M. me suelta: Ahora entramos en la cafetería, vas al baño y te lo pones. Cuando te digo un baño de realidad, es un baño de realidad. No M., déjalo, ya lo estrenaré. Y ella, erre que erre, que no, que te conozco. Al final me salí con la mía a cambio de que me lo pondría hoy para ir a ver a mis alumnos tocar sus instrumentos en un concierto de fin de curso que se ofrecía en el instituto en colaboración con el Conservatorio. Y así fue. Estrené vestido y sujetador sin saber si cobraré el mes que viene y bajo la lluvia de finales de mayo. Misión cumplida. Pero sucedió lo del sol en el Pacífico. Sí, a donde se nos fue la luminaria y cómo yo me enteré.
Bajaba taconeando la calle cuando me crucé con un viejo conocido.
-¿Qué tal? Cuánto tiempo.
-Te veo bien.
-Sí. Es el color: lo moreno quita lo gordo y lo feo.
-Cierto, estás estupendo.
-Vengo de Palau -examen de geografía- ¿Sabes dónde está?
-No. La verdad.
-¿Conoces Hawai? ¿Has estado en el Pacífico? ¿La Micronesia?
Aquí, me agarré a las buenas tradiciones, a los valores familiares, a la crisis y a las listas del paro.
-Nunca he estado allí.
-Tendrías que ir: es donde reside actualmente el sol. De Asturias a Palau. Cuando se me baje el tono, me cojo un avión y me largo de nuevo.
-Ah, claro.
-Me divorcié ¿lo sabías? Lo vendí todo, perdí seis kilos y hasta agosto sólo pienso viajar. Es que ese mes me tocan los niños.
Pero ¿qué crisis? ¿Yo con remordimientos y cargando con la culpa judeocristiana por haberme comprado un vestido hace tres meses? Ommm, mira a tu alrededor: la realidad, la realidad, la realidad. Inspira, expira...
-Ya.
-¿Tú... aún con él?
-¿...?
-Las cosas siempre ocurren por algo.
-(...) Me tengo que ir.
-Vale. No te entretengo más. En serio, deberías ir a Palau. Estás muy blanca. Y entre tú y yo: ese vestido, a contraluz, transparenta. Se nota que sigues corriendo. Saluda a tu costilla de mi parte.
(Maldito vestido.)
Quiero ser un bonobo. Son amables, pacíficos, ceremoniosos, ofrecen sexo para dar las gracias. Cuando se enfadan no son violentos, como los chimpancés, que son unos simios brutos y bestias; el enfado en los bonobos es sutil, tanto que a veces ni se nota.
-Adiós.
-Búscame en Palau.
(Lo llevas claro.)
Quiero ser, definitivamente, un bonobo. Frívola y bonobo.


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