martes, 6 de julio de 2010

El gol






El año 2010 cogerá sabor a Mundial; ya estamos haciendo historia: todos somos en cierto modo esta Selección. Alguna vez dejé caer por estas tierras que me gusta el fútbol, quizá porque es el deporte que más se parece a la vida: uno puede jugar muy bien y perder; al final lo que suma es el gol.


Nada más.


No debería ser así, ni la vida ni el fútbol. Pero...


En mi tramo de estantería que reservo para "lecturas pendientes" se agolpan textos, de esos largos de hamaca y al fondo los niños, agua o montaña; otros más breves, alguna antología de cuentos, ciertos ensayos sesudos que dejaré para los días que tenga cuerpo de ciencia.



También las películas están aplazadas, muchos compromisos familiares, los cafés con mis amigos: nunca lo urgente es lo más necesario.



Y mis hijos, que han sido las principales víctimas de que su madre se pase un año entero programando, dando clases y estudiando. Son tan pequeños y ya manejan un palabrerío: oposición, unidad didáctica, Lope de Vega, la argumentación.



Algún sábado llegaban a mi mesa: "Mamá cuánto dura este examen".



Como Villa estoy ahí, entrenando, dando patadas al balón contra una pared, haciendo mis ejercicios, día a día; y tengo que oír "Sólo es cuestión de suerte". Prefiero pensar que como al guaje, me pillará el azar preparada y pasaré de jugar en Segunda y en equipos que sí me quisieron al escaparate del Mundial y al gran equipo: como él, todo en un año.



Son esos mis héroes, tal vez porque me reconozco en lo que tienen: afán, trabajo y entusiasmo; porque rechazo al villano: ocasión, contactos, zancadillas. Y si se preguntan ustedes si soy una ingenua, sí lo soy; y asumo que a mi edad serlo es una forma de estupidez. Que si conozco a muchos que han llegado sin las partes ascética y estajanovista, por supuesto; que si he oído a más de uno y de una: "Yo estoy aquí de paso; nunca he estudiado para una oposición, no me lo tomo en serio: sé que es cuestión de suerte; todo culpa de la Administración, una pantomima de proceso". Muchas veces y les he sonreído con mi especialidad: "Rostro de Marilyn", mientras pienso lo que pienso.


Soy hija y nieta de quienes creyeron en la Ilustración, en una enseñanza laica, en el "Sapere aude", en los valores de la educación republicana; no todos merecemos lo mismo pero sí idéntico suelo de base: el mérito, la responsabilidad, el buen hacer; fin a los privilegios.


Y créanme: o son muchos los profesores de este palo o yo he tenido mucha suerte con mis compañeros.



No obstante eso de la suerte...; es que ella y yo no hemos congeniado: cuando "dependo de" me da la espalda; acaso por eso sigo echando unos tiros contra el muro. Para que cuando sea me pille hermosa, dispuesta, cimbreante.



Octavos, cuartos, semifinales: voy con ellos, me miro en ellos; también, independientemente de la fortuna del balón, hay un trabajo detrás. Y valores.



He dado clase en habitaciones, en cafeterías, en academias, en colegios privados, en Institutos, en la Universidad; me lo he recorrido todo y aún creo en mi trabajo. Cada apuesta es única, podría contarles casos fantásticos, experiencias magníficas, alumnos que aún me gritan "Profe, Seño" cuando nos cruzamos en bicicleta, carpetas que guardo llenas de firmas, adolescentes a quienes inoculé el virus de la lectura; ese es el premio, lo sé; las malas experiencias: anomias selectivas.



Con todo, quiero el gol.



Celebrar con los míos ese sacrificio, como Villa mirar a las gradas, encoger mis codos, dar el mayor de los saltos o quitarme la camiseta; tanto empujar sin resolver tiene que acabar. Me toca llegar a puerta, en el centro, por la escuadra, tocando en el palo. Pero que sea gol; todo el empeño, pero gol.


Así que pase lo que pase, como decía Plutarco que César gritaba ante las empresas inciertas y audaces: "Alea iacta est". Si viene el gol lo celebraré, pueden creerme. Y si no, volveré a mis minúsculas y a levantarme desde el suelo en que habré caído una vez más.



Entretanto, pueden encontrarme estudiando o corriendo por la playa (es un método como otro cualquiera para matar dragones); estos días a ritmo de tango. A la espera, como en el fútbol, de esa tan cacareada justicia poética. O simplemente del gol.

lunes, 5 de julio de 2010

Aroma, fibra, azúcares y agua

"[...] El hombre de barba llora
y cada lágrima es una canica
con un niño dentro que le ilumina la cara."

Eli Tolaretxipi, "Taza", El especulador

Los frutos de determinadas plantas, frescos, vegetales, los llamamos frutas. La carne de la sandía, la ferocidad del aguacate, el rictus del pomelo, la atracción libidinosa de la nectarina, la coquetería de las fresas.
La gente se detiene a mirarlas, los más osados se las llevan a la proa, entre el labio y las aletas de la nariz (parecen susurrar: “Te comería”).
Merced Acebal paseaba por entre los puestos, alzaba los ojos, como cuando éramos levantaba yo los bolígrafos “Bic naranja escribe fino” del suelo, una y otra vez, escurriendo así la mirada por debajo de su falda de cuadros. “La muy” pensaba entonces.
La riqueza en vitaminas es una de sus principales características; aroma, fibra, azúcares y agua.
Muchos hacían lo mismo.
De los colores frutales a los cartones que colgaban suspendidos sobre ellos indicando insultantes el precio: el coco, con sus ácidos grasos y ese aire de allá, se llevaba esa mañana el primer puesto. La voz de información: “Hoy y ahora mismo, los pollos asados en charcutería, dos por uno; repetimos: dos por uno”.
Apenas había cambiado. Seguía dejando ese olor, concitando miradas como muescas en los espacios por donde se deslizaba; ahora eran huecos entre cajas-escaparate de frutas y consumidores de sábado matutino rellenando carros con destino a la despensa semanal, hace años eran los cuatro pasillos que quedaban dibujados, como las cuadrículas de las libretas de matemáticas donde Rafa profesor recién estrenado dictaba: permutaciones, conmutaciones, variaciones, entre las treinta mesas del aula. Todo tiza.
“Delegada por unanimidad”. Como la Olivia Reyes de Eloy Tizón de “Velocidad de los jardines”, Merced nos pertenecía un poco a todos.
O en Merced sólo era deseo. Morderle sus muslos, las ingles entre líneas fibrosas, tragarle el azúcar, como néctar libado, que imaginábamos naciendo de sus pliegues. Hasta yo, quien tuve que envejecer veinte años para darme cuenta de que era uno más, sin querer me había infectado. Quizá descansaba en aquellas faldas, incitantes, respondonas como un buque que se va hundiendo y en el proceso deja parte del casco hacia arriba; en los jerséis blandos, como nidos, que recorrían de angorina los pechos crecientes; en su perfil que invitaba, entreviendo una tristeza agridulce, gelatinosa, como si al acercar tus dedos a su nariz pudieras quedarte con hebras de piel entre tus uñas; en el cruce de piernas cuando subía a la tarima para dirigir, como moderadora, las votaciones de aula; en sus tareas tan limpias que prestaba a cualquiera con esa generosidad en forma de brillo en los ojos o de lápiz entre los incisivos o de las hojas boca arriba “¿Quieres mis deberes?”.
A mí me llamaban Eduardito. Antes de ser ingeniero, tirado por medio mundo, de cansarme de vidas ajenas, de trabajos en desgana, de compromisos agrietados. Lo recordé cuando al acercarme a ella, por fin, me reconoció: “Claro que sí, eres Eduardito, con veinte años más”. Sólo pude decirle que había sido mi delegada favorita, que no había cambiado, que dudé hasta que la oí: esa voz, siempre continua, como cristal o agua. ¿Cómo se puede conservar una voz en el tiempo?
Merced como una escalera, en el agua de su boca; también ella, como Olivia Reyes, era una visión crujiente. Hacía daño.