domingo, 30 de enero de 2011

Condescendencia



También el amor se aprende.

Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada


―¿A qué te refieres?

―A todo.

Supo que asistían a los funerales de una pasión cuando aquel día él usó las pequeñas pastillas de mantequilla cocinando los pappardella a la carbonara. Miró aquel pequeño tarugo en esas manos de dedos cuadrados que tantas veces la habían recorrido (en el manoseo más basto, en la puntilla de la conducta experta), en sus relámpagos, o en el llanto, o en la ternura. Allí donde descubrieron la muerte dulce y los orgasmos múltiples.

Sintió que una parte de su memoria se le iba lejos. Muy lejos. Más allá de ciertas luces y sombras. Que la emoción se concentraba en esos milímetros de grasa. Antes, cuando entonces, se las compraban junto con los preservativos y las plumas de chocolate para sus citas. El peso de los objetos. Altar y hacha.

―A la una y media en la cocina.

―Te espero.

Y tras el post―it amarillo en la nevera que rezaba aquello, el día entero con la casa, el trabajo, los niños a cuestas era una espera, un baile de guiños, la antesala del incendio. Intuyeron que sus tiempos iban a ser otros desde la paternidad y que solo los salvaría la agenda pactada, la calidad y la intensidad en los encuentros tándem.

Lo contempló desvistiendo el cuadrante amarillo. Lo contempló mirándola fijamente desde unos ojos vencidos. Lo contempló en otra estancia, en otro tiempo, bajo su cuerpo en grieta y tembloroso, con la torpeza de la mecánica (desenvolver aquello) ante la fiebre del deseo. Se vio arqueada, arriba, enroscada en él, fundiendo, en la intersección de su cuerpo con el de aquel hombre, la mantequilla. Y sus entrañas.

―Si sigues por ahí, me pongo silicona en los pechos.

―Si los destrozas, te follo y te mato. Y no en ese orden.

Y coqueteaban cuando él juguetón le pedía que aquella noche, para la cena, no llevara lencería en los senos, atrás del vestido, saber que como dos pequeños peces iban a flotar bajo las gasas, mientras hablaban, masticaban, reían. Esperando. Esperando. Esperando. Nunca entendió por qué justo aquella parte de su anatomía invisible, transparente, aniñada lo volvía loco.

―Buenas noches.

―Aún es pronto para saberlo, China girl.

Y al pasar a su lado, por detrás de su nuca, sopló dejando palabras mudas en la esquina de su espalda. Y luego la arañó con la punta del papel de plata de la minipastilla dibujando un corazón.

Notaron la tristeza en la base de la lengua.

―Te querré siempre. Siempre. Siempre. Siempre. Así que si cambias de opinión, sé justa con tu memoria y haz lo posible, también lo imposible, por reconquistarme. ¿Me lo prometes, preciosa?

sábado, 15 de enero de 2011

Rebeldes


Sade, "descendiente luciferino, hijo de la luz caída, la luz negra", es autor de una proclama materialista y satánica que, más allá del emblematismo o el símbolo, se acoge a la más amplia estela filosófica de la negación. El Diablo, en su soberbia desmedida, es el arquetipo de ese libertino iluminado por su propio siniestro resplandor que, negando incluso el reino de la naturaleza, rebasa movido por el odio todos los límites de la convivencia mediante un relato que se alimenta de sí mismo y se funda sobre sus propias repeticiones. La insensibilidad, dedicada permanentemente al mundo artificioso e infinito del crimen y a la empresa dramatúrgica y pedagógica de la perversión, deliberadamente se excluye en su delirio de toda forma de comunión y ecumenismo. En la soledad del crimen no existe posibilidad de compañía de iguales, solo hay víctimas obedientes, objetos eróticos siempre aniquilables, pero siempre necesarios, sobre los que se practica un dominio ilusorio y en cuya destrucción se cifra el logro máximo del libertinaje soberano. Solo el placer -perpetuamente insatisfecho- legitima y justifica las acciones del libertino, por más que su propia existencia pueda ser puesta en peligro por la búsqueda de tal. Solo la rebelión ofrece una promesa de plenitud al ángel caído, por más que en el éxtasis vindicativo de su pecado pueda ser arrojado al abismo del enmudecimiento, a la celda ominosa desde la que mira todavía al mundo devorado por sus llamas, por el sueño ardiente de su omnipotencia."

VICENTE DUQUE, "Donatien de Sade: la palabra enferma"

sábado, 1 de enero de 2011

Trobar leu


El día de los pechos y las pequeñas caderas
la ventana acribillada por una desapacible lluvia,
lluvia arreciando como un pastor,
nos acoplamos, tan cuerdas y tan locas.
Yacimos como cucharas mientras la siniestra
lluvia caía como moscas sobre nuestros labios
y sobre nuestros ojos felices y nuestras pequeñas caderas.

"El cuarto está tan frío con lluvia", dijiste
y tú, femenina tú, con tu flor
rezaste novenas a mis tobillos y a mis codos.
Eres un producto nacional, un poder.
Oh mi cisne, mi esclava, mi querida rosa de lana,
incluso un notario daría fe de nuestro lecho
mientras tú me amasas y yo me elevo como pan.

Anne Sexton, Song for a lady

El ruido venía de allá. Los petardos en la calle, los vecinos con sus brindis, las viejas almas por los tejados. El parpadeo de las luces navideñas en el edificio de enfrente. Aquí el guiso, el emplatado, la cocina y sus vapores. Ella colocaba los ibéricos en las bandejas mientras la otra revolvía la salsa (terror ante los grumos). Sonaba Bach por pertinaz petición de la cocinera. Dejó la tarea. Se acercó por detrás, introdujo las manos bajo su camiseta y la recorrió hacia abajo. Llegó a la cinta pero en esta ocasión, a diferencia de otras, no desabrochó la lencería. Se limitó a besarle la nuca, el nacimiento del pelo, la piel y su vello.

―Me gusta tu detrás.

―Gracias.

―La nuca atada a tu espalda; arrastrarse hasta el límite de tus nalgas.

Cuchara de madera y vueltas dibujando falsos Matisses entre lo espeso.

―Te he traído un vino. Hoy sí, anda, preciosa.

Abrió la botella, tomó dos copas de la cristalería preparada para la noche y sirvió lentamente un buen vino de toro, denso, afrutado, aromático, con bordes rojos, viejos, perfilando la frontera del caldo con el vidrio.

―¿No querrás envenenarme?

―¿?

―Las plantas agredidas por patógenos son capaces de liberar sustancias volátiles que llegan a otras plantas con el fin de que estas se defiendan del agresor. El mecanismo consiste en alterar su nivel de taninos de modo que se vuelvan venenosas.

―Deja la salsa. Vayamos al mar.

Ella se quitó el mandil. Esta se quitó el mandil. Se lavó las manos, la cara, los labios. Cogió su abrigo. Cogió su chaqueta. Dejaron el taller a llama baja.

Hacía frío. Había luz. Era uno de esos invernales cielos norteños, puros, harinosos, sin ofensa.

Se descalzaron. Ella quitó sus medias. Ella sus zapatos. Cada una recogió sus partes en la mano coincidente con la de la otra. Antes nunca sueltas: desde la primera vez aprendieron a caminar dedos entre dedos.

Lejos. Muy lejos.

El presente poco y el futuro no cabía en sus letras.

―Ya no me amas ¿es eso?

―No, ya no te amo; te quiero, no obstante, muchísimo.

Arañamos el pasado con uñas negras, sucias, feas.

―Te vas a ir.

―Ya lo sabes.

Posaba sus ojos más allá como si sus pasos fueran guiados por el caballo de su mirada.

―Dejarás que pasen las fiestas.

―Sí.

El mar hería. Sus palabras herían. Eran pocas, pequeñas, insalubres; ya no, al fin, rameras. Ella sintió una suerte de alivio. O paz. O pena.

―¿Hay alguien?

―Hay alguien.

―¿La amas?

―La amo.

Entonces lo turbio, como plomo, entró de golpe en su rostro. Palabras. Actos. El miedo.

Pasaron las arenas, los pecios, alguna que otra pareja de adolescentes pariendo vida; llegaron al final como imagen, un finisterre ácido. Cayendo, cayendo, cayendo.

―¿Te fías de ella?

De todas las preguntas nunca esperó que le hiciera aquella. Reposó los tiempos. Movió imágenes, retazos de conversaciones, abrazos y besos robados.

―No. No me fío.

―Y aun así… la amas; cierto, la amas.

―La amo.

―No te fías de ella. Ya. ¿Cobarde, mentirosa, infiel?

Aquel etiquetado era lo opuesto a sus virtudes, un mirar de esquina, una rebaja, una envidia malsana; como todas. No se ve. Un puñetazo sobre la mesa: ella es lo que no soy yo. Y la ama. No se la cree, no confía, sabe que la engañará. Que habrá otras. Y la ama. La ama, la ama, la ama.

―No sigas, por favor. No lo hagas.

―Nunca has hablado mal de tus amores, preciosa. Nunca has permitido que otros hablaran mal. Veo que sigues siendo la misma. Está bien. Luego estás bien. Tú y tu brújula.

Siguieron de vuelta a aquella casa.

Ella se quitó el abrigo. Se puso el mandil.

Ella entró en el baño. Salió con los ojos húmedos, su chaqueta y sus zapatos de calle, conspirando.

―La amas, pero no te fías.

Y ella vio algo excesivo en sus ojos. Lo desconocido, un golpe de vanidad u orgullo; lo humano.

―Si esa, quien sea, merodea tu vida con intenciones de instalarse en ella, no te conformes y te rebajes a una mujer cuerda, loba. Asegúrate, preciosa mía, que está todo lo loca que tú mereces. Cautiva y desarmada, como el Ejército Rojo. Tuya, entregada, inerme e incondicional.

Cogió las llaves y dijo que se iba a conducir, que necesitaba estar sola, que no la esperasen a cenar.

Grumos en la salsa.

Y se fue.