viernes, 26 de marzo de 2010

Rayonismo

Para quienes compartimos el síndrome de Scheherezada (o Shahrazad)

"Y sus voces se alzaron a través de la noche perfumada como el canto de los pájaros fantásticos mezclándose en una dulzura que no cesaba de fluir. Pasó un momento y Ming-Y, sobrepasado por el hechizo de la voz de su compañera, sólo podía escuchar en mudo éxtasis, mientras las luces del cuarto se iban desvaneciendo ante su vista y lágrimas de placer recorrían sus mejillas.

Dieron más de las nueve y siguieron conversando, bebiendo vino púrpura frío y cantando las canciones del periodo Tang hasta muy pasada la noche. Más de una vez Ming-Y pensó en partir pero cada vez que Sië iniciaba, con esa voz dulce y como plateada, una fascinante historia sobre los grandes poetas del pasado y sobre las mujeres a las que habían amado, él se quedaba como en trance, o le cantaba una canción tan extraña que todos sus sentidos parecían morir con excepción del oído. Y finalmente, cuando ella se detuvo para ofrecerle una copa de vino, Min-Y no pudo resistir pasarle el brazo por el cuello y acercar su embriagado rostro para besarla en los labios, que resultaron más rojos y dulces que el vino. Entonces su labios ya no se separaron más y la noche avanzó sin que ninguno de los dos se diera cuenta".

Lafcadio Hearn, Fantasmas de la China

Leo una frase más sobre el tiempo. Es cierto que ayer es igual que hace un año en la memoria de un adulto; en la de un niño, el año pasado es un año entero. El tiempo cronológico adelgaza con la edad: 365 días ya no lo son. Con siete años, la ecuación es perfecta. También las palabras son hebras del tiempo. Cuando en un mundo apocalíptico las referencias desaparecen, se llevan las palabras. El hombre intenta nombrar pero ya no existe el dedo que como índice señala: esto es un centauro; aquello un minotauro; ese hombre es Homero (de él sólo queda la sospecha de dos grandes epopeyas).
Economato, colmado o practicante ya no existen.
Ayer cambié el cuento nocturno por una historia de mi infancia. Les conté a mis hijos que de pequeña hasta aproximadamente los diez años creía que tenía un super poder. Los niños asmáticos éramos casi todos alérgicos. Sufrimos la cortisona y las vacunas; los ingresos en silicosis, los viajes a los alergólogos madrileños, las cámaras de oxígeno. Recuerdo las inyecciones como una tortura en goteo.
En primero de infantil, que entonces se llamaba pre-escolar, yo acudía a un colegio de pago a las afueras de mi ciudad, en un barrio de bien y en un entorno verde; de jardín, no de campo. Ustedes son sabios: entienden.
Todos los días cogía cuatro veces el autobús: dos para ir, dos para volver. Con tres años y medio llevaba una bolsina de merienda y un flotador. Lo primero para no desfallecer, lo segundo para poder sentarme: tanto en el auto como en las sillitas de colores de la clase. La señorita Leonor, que así se llamaba mi profesora, cada mañana me colocaba el flotador en mi asiento y me lo guardaba mientras salíamos al recreo para que ningún zascandil de los mayores me lo pinchara.
La explicación a todo aquello, el quid, se encontraba en Don Eladio, el practicante. Él era responsable de que sentarme fuera igual que un dolor de muelas. O peor.
Aquel señor llegaba día sí y día también a mi casa, después de clase y antes de la cena. Mi madre me decía que esa tarde no vendría el practicante. Mentía. Era puntual como el sueño en esas edades. Lo recuerdo afable, de labio caído, peluquín sobre la calva y manos pequeñas, dedicortas; su voz desmentía sus artes y oficio. Siempre me decía "No dolerá" con aquella voz gentil que te hacía dudar. Fue el primer hombre mentiroso que trató de seducirme: “Me encantaron los canallas” me confiesa una profesora en edad de jubilación mientras hago con ella la guardia. Sigue detallando: “Y así me fue. Nunca se lo pude confesar a mi hija: cuanto más mentirosos, más me ponían. Es el cáncer de ciertas mujeres: te hablo como a ella, aléjate, son tóxicos y tú pareces lista; ¿también te gustan?”.
Don Eladio hacía su trabajo y según les oía a mis padres era experto con la aguja y comedido con la minuta. Al timbrazo, bien me escondía en el armario empotrado del pasillo, bien bajo la cama de mis padres; un día logré escaparme, escaleras arriba, hasta el altillo del portero, el bueno de Don Corsino, que con caramelos y pan, dos manjares para cualquier niño, me arrastró al cuarto piso donde mi madre y Don Eladio esperaban angustiados mi regreso.
Y zas: picotazo en nalga.
Con la llantina, desaparecían por la puerta los dos agresores, vándalos y malditos personajes causantes de que mi culo fuera un mapa de cardenales, sin desiertos, sólo montañas y lagos: allí inflamación, aquí moratón. La primera vez que de niña vi, en clases extraescolares de pintura, Echo number 25 de Pollock (ejemplo de la técnica pictórica dripping), creí que era un homenaje a sus posaderas autorretratadas: no me cabía duda, él también había sido sujeto pasivo de Don Eladio.
Total, que un día harta de aquella vejación, después de que mi madre me subiera las braguitas de perlé, grité hacia dentro: ¡Ojalá te mueras!
Y se murió.
Se hizo verdad la mentira de mi madre: "Tranquila, hija, hoy Don Eladio no vendrá". Nunca más apareció por la casa.
Yo sabía por qué.
Así que al nacer mi hermano y sentirme princesa destronada tenía que medir mucho mis deseos porque era consciente de mi poder. Si la comida no me gustaba o mi madre estaba más activa con la zapatilla que de costumbre, me mordía la lengua antes de acercarme al deseo que después se convertiría en realidad: qué duro era estar investida de aquel super poder. En el colegio, odiaba que ciertas niñas mirasen la etiqueta de mis vestidos o criticasen que en lugar de ser nuestros padres con sus cochazos los que nos vinieran a recoger al colegio, a los urbanitas, a los ajenos, a los extraños a ese jardín de manzanos, cerezos, plátanos y castaños se nos entregaba a la grisura de la ciudad hacinados en autobuses. Entonces también apagaba mi deseo.
Hasta el día que murió el del séptimo.
Descubrí, entonces y por casualidad, de mano de mis progenitores, como otras leyendas infantiles destinadas a la caducidad (véase Ratoncito Pérez, Reyes Magos o La Cigüeña) que yo no tenía poder alguno.
La epifanía fue como acontece.
Se murió el vecino, el marido de la guapa Carmela que tocaba el piano y tenía manos de porcelana. Mi padre, al que mi madre regañaba por su voyerismo con las piernas de la del siete, llegó, muy pálido, antes de la hora habitual un sábado por la mañana, eran los ochenta y sólo descansaba el domingo; la explicación: acababa de llamarlo Carmela para decirle que Ataulfo había muerto de un infarto.
Qué eufonía la de aquella palabra in-far-to, no sé por qué me recordó a otra que me gustaba as-fal-to. Infarto-asfalto. “¿Qué es un infarto?”. Mis padres me miraron mal y con la voz rota se adelantó mi madre “Una parada del corazón de la que te mueres”. Él añadió “Igual que le ocurrió a Don Eladio”. Cielos. Ahí estaba la respuesta a tanta contención, contrición y atrición.
Así se apagó el rito infantil. Otro. De un soplido, cambiando las palabras, durmiendo un tiempo, desarticulando referencias. Se vació mi categoría, yo no era una heroína.
Hoy ya no existen los practicantes. Los indios del Oeste pintaban sobre arena, el icono era como el cronos: se borraba, desaparecían lo señalado y su nombre.
El eclipse del super poder me dejó aliviada, me trajo más ventajas que inconvenientes: menos a veces es más. Ya lo supe en aquel momento. También que el poder que a mí me había tocado era un gazapo y una porquería. Pero no dejaba de ser un superpoder, claro.
Después de esos años de sentirme como mis héroes, me apetecía ser humana y mortal. A mis pequeños la historia les convenció. El mayor glosó: “Es que ser un héroe debe de ser muy difícil”.
Pues sí, hijo; por eso no hay. Lo pensé. Y me callé: a él ya le llegará la etapa del descubrimiento. Por ahora, que siga durmiendo bajo el talismán de la magia y la épica; en sábana blanca y con el embrujo de los cuentos; aceptando tiempos largos, objetos antes que referencias y escenas posibles pero simultáneas.

martes, 23 de marzo de 2010

Los recolectores de cometas y la miopía

"No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era pura nada. No algo, sino pura nada. Y yo me siento así en este instante."
Juan Rulfo

Se preguntan los hombres y miran lejos.

A finales de los setenta, volvía el hombre siderúrgico, camino del bar y la partida, con la mugre metálica merendándosele alguna entraña. Se detuvo en lo alto, al sur de la ciudad y al volver los ojos atrás, vio en el cielo encuadrado de las lunas traseras de su coche un cuerpo extraño, arriba, garabateando en el cielo un no sé qué. Rápido y violento.
Supo que había visto un meteorito.
Dicen que uno antes de morirse debería plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo... Añadan, si pueden, ver Saturno. No ir a su encuentro, sino que sea él quien te busque, se te pegue a la retina, te revista de infancia; inútil a la incredulidad, osado con la desconfianza, encendido como el brillo de los ojos de aquella, y siempre, primera mujer.
Forzado al deseo, entiendes, como ocurre con el fuego o el mar, por qué el hombre miró un día hacia las estrellas; se hizo, como el recolector de cometas, hipermétrope.
Preguntando a Manuel, un compañero entonces en mi aterrizaje en un nuevo instituto, hoy amigo, por qué amaba tanto las matemáticas, atesoró un silencio para después sonreírme con esa afabilidad que nace de lo sencillo: son perfectas, están en la naturaleza; y, sobre todo, lo que más me gusta de ellas es que nunca te fallan. Son verdad.
Mi admirado y sabio José Antonio Mases recoge la siguiente reflexión en boca de uno de sus personajes (Carta te escribo): “Sabía que los hombres que en tiempos oscuros sintieron la necesidad de reunirse en sociedad y aprendieron a medir la extensión de los campos y a mirar a las estrellas para ir averiguando el rumbo y la grandeza de los caminos del mar, fueron quienes asentaron los gérmenes de las matemáticas, y que la existencia humana, y su irreparable desenlace, están regidos por los números”.
Siempre un paso por detrás: la verdad es la carne de la ciencia; la aventura de ser hombre exige el relato.
Así, calienta la boca para la ficción este hombre que un día de finales de los 70 vio en su ciudad un meteorito. Cuenta que a partir de ahí nunca más le consoló lo cercano. Sigue contando, risotero, que Orión era un gigante cazador, hijo de Euríale o de Gea, “según”, y el poderoso Poseidón. Era tan grande, relata, mientras lo escuchamos a oscuras, siguiendo las turbulencias que el giro manual de la cúpula del observatorio de Deva genera en los cuerpos, que podía cruzar el Mediterráneo en unas cuantas zancadas. Pero amó. “Ya. ¿Sabéis por qué las mujeres son como las nubes?...” Interrumpe su relato. Los que escuchamos no damos crédito. “Porque cuando se van mejora el día”. Y eso fue lo que le pasó al hasta entonces bueno de Orión que miró dos veces a Mérope. La quiso para él y entabló relaciones con el padre. Este dijo que le daría la mano de su hija si le limpiaba el terruño de alimañas. El joven no preguntó: tan ricamente barrió aquí y allá toda suerte de bestias. Cuando terminó su tarea y pidió lo justo, esto es, la entrega de la joven, el impostado suegro no cumplió su palabra. La cólera de Orión fue tal que rompió montañas, destrozó ríos, sacudió pueblos... Aquellos le pedían que cesase en su furia, herido, roto y colérico, siguió en lo confuso, en el miedo, en la tristeza; todo en gravedad hacia el destrozo. No respetó anciano, ni dios, ni mujer que se contonease (especial fue su insistencia con las siete Pléyades, las cuales pusieron pies en polvorosa y lograron evitar el zarpazo o su simiente). Hasta que decidieron detenerlo. El padre cabreado o la madre harta, “no me acuerdo muy bien”, se rasca el buen hombre la cabeza en el titubeo, envió un escorpión que picó al hijo iracundo y lo mató, no sin antes lanzarlo el gigante de una patada al otro extremo de la laguna. Tras esto lo colocaron en el cielo. Por eso, prosigue, la constelación de Orión está en el punto opuesto a la de Escorpio, “malos los escorpios, no os fiéis de ese signo, buf”; de su arrebato rijoso, que esté por detrás de las Pléyades en el cielo. De su afán cazador, que Canis, el perro, esté a sus pies, fijaos: igual que una mascota. "¿Veis el cinturón?" y tira de puntero ultra láser, "ahora voy a poner en la maquinina unos números, esperad : al que quiera que esté allá abajo ¿M23 o M21 la nebulosa de Orión?” De la base nos llega una voz con el código exacto, el hombre marca la clave y el telescopio toma las coordenadas. “Hala, a ver por ahí los planetas”.

Así, entre mitología versionada por el hombre, glosas espontáneas y astronomía, vimos en el telescopio Marte, una bola incandescente roja y azul, polvo de estrellas en la nebulosa de Orión, astros jóvenes y brillantes, otros envejecidos del color del sol... El hombre escupe “¿Por qué Galileo se quedó ciego?... un caramelín para quien se lo sepa”. Porque miró directamente al Sol. Eso es. Y no se puede hacer. Antes no había calendarios de esos con mujeres ligeritas de ropa, los hombres miraban las estrellas para sobrevivir en dos afanes: la navegación y la agricultura. Mientras brille Orión sabemos que es invierno; luego dejará paso a Leo y con él el verano; las Pléyades nos dicen si van a seguir las lluvias de abril.
Todo allá arriba: sólo tenían que mirar. Sin simulacros, sin mentiras. La verdad abierta.
Paralizados por el frío que zumbaba en el observatorio, asombrados por el mérito de esos enfermos de nebulosas en expansión y reflexión, escuchábamos las historias del que vio el meteorito, su explicación del mundo desde la noche, la fuerza del pequeño sol Sirio, la estrella más brillante, la maldad de los astrónomos que escribían en clave para no ser copiados (“era mal gremio y muy vanidoso”)... Y mira que hizo mal invierno, también lo saben las estrellas: pudimos ver el cielo el dos de febrero, el dos de marzo y hoy; todo cubierto, chasquea el hombre, “mal año, muy malo, para contar cometas”.
Se suma otro enfermo de cielo, nos dice que es el octavo del mundo en recolectar cometas, que la NASA le pide datos, que estuvo con el príncipe, que lo citan en muchos estudios americanos, que es asesor de no sé cuántos proyectos estelares, que construyó con Faustino el otro observatorio asturiano en Muñás de Arriba. “Mirad, mirad un satélite, saludad al pajarito”. Y sigue contando, sacando de su chistera novas, eclipses, cometas, auroras boreales, objetos Messier, asteroides...

“Ayer estuve aquí hasta las cuatro de la mañana, estoy intentando superar mis cifras de este año con los cometas...; es que con lo encapotado y crudo que vino el invierno; fíjate que el año pasado por estas fechas llevaba mil y ahora apenas paso de los cien. Si es que vino muy malo. Muy malo, gente.”

Existieron y permanecen allí; todas esas luces, generando comprensiones, estallidos, vientos solares, materia negra, sumideros de luz, vida incandescente; basta con mirar al cielo una noche clara, de esas que no abundan en nuestra Promenadia, más Mordor que Patmos, y dejarse ir por las explicaciones, trufadas de ficción, de esos hombres enfermos de lo lejano. Todo allá arriba, donde el ojo llega a través de la máquina; conocer con prótesis, amar plastificados, dejarse seducir por el brillo antiguo de las estrellas: sólo vemos su pasado; siempre un paso por detrás. Limitaciones espaciotemporales, principios físicos, lentes mágicas. Galileo, Newton y la claridad de mentes similares fijaron su atención en la física: se pelearon por la verdad.
Cerca. Miopía.
“Un recuerdo es una voz fría”, escribe Chus Fernández, mientras mira el polvo de las suelas, la rama y no el árbol, la belleza de lo pequeño, lo no visible por hartazgo: está ahí, bajo tus ojos. En medio de su novela esas seis palabras desmayan la razón. Hay un celo en sus líneas por lo minúsculo, la rendija, las huellas de antiguos chicles en las baldosas; su diálogo con el tiempo. La dimensión de lo concreto; lo fragmentario, la yuxtaposición. Su modo de nombrar nos acerca al objeto. La luz que nace de lo cotidiano. En algunos momentos el hombre ha de ser miope, protegerse de un mundo agresivo, demasiado grande, inexacto, inabarcable; del que huye porque como al resto también le han inculcado el miedo; un gran universo ahí fuera. Un territorio que se escribe en mayúsculas, con cifras y valores monetarios, con ortopedia para la belleza, donde la falsedad es lengua franca. Haití, Chile, Ruanda, el calentamiento del planeta, la escasez de agua... Ahí no.
Entonces aparece la miopía.
Uno dice que no hay mano donde un ciento ve cómo el jugador toca el balón; el tiempo vence el subsidio por desempleo, tu hijo necesita un trasplante de hígado. “Porque los problemas de dos pequeños seres no pueden contar en este mundo desquiciado”. Y a nosotros se nos ocurre que sí; aun a costa del desembarco de Normandía: si no, ella va a lamentar toda su vida haberse ido con ese idealista tan aburrido y estirado, hacer lo correcto a pesar de que se le rompa el corazón; ese “como si”, la promesa, lo posible nos hace ver, mirar (si se me permite), una y otra vez Casablanca confiando en que esta vez, esta sí, Ilsa se subirá al avión con Rick. Defenderse en las trincheras contando lo chico; como dije, a pesar de las macrotragedias o de lo distante o de lo global.

Los guerreros griegos despreciaban a aquél que no luchaba cuerpo a cuerpo. También ellos, que supieron ser hipermétropes como el recolector de estrellas, en su día a día sabían cuándo y cuánto importaban las distancias cortas: la miopía también es lucidez.
Porque ansiamos las certezas, coleccionamos cometas, estudiamos matemáticas, subimos a un observatorio a ver Saturno; porque no todos podemos comprar paraísos, lastrados por la tristeza, existen los relatos. Y la miopía.

domingo, 14 de marzo de 2010

Puro teatro

No es el amor quien muere,
Somos nosotros mismos.

Luis Cernuda

Me puse a recopilar parejas de la literatura para una actividad que se me ocurrió presentar a mi jefe de Departamento, así, sin más: qué tal si esta semana de Carnaval les proponemos parejas literarias de tal modo que les ofrezcamos en su línea algo que les atraiga. Ellos venden exageradas piruletas de San Valentín para recaudar fondos a fin de que el viaje de estudios les salga más barato. Nosotros hacemos la materia lúdica: “Y si la comedia debe corregir a los hombres, ha de hacerlo divirtiéndolos” (Jean-Baptiste Poquelin, Molière). A los que oficiamos de docentes, la magnificencia visual, la alta tecnología, los artificios, los chascarrillos, si me apuran hasta la hermosura (“Buen ejemplo nos da naturaleza, que por tal variedad tiene belleza” Lope de Vega), todo nos vale al servicio de la instrucción; alimentamos la ilusión de que ello nos asiste para conseguir un adepto, siquiera uno. Es lo que hay. Como el creador de la comedia francesa negamos la grandeza sin quitar la confianza.

Me gustan los tres genios teatrales barrocos: el francés, el inglés; y más que ninguno el español. Hicieron de su oficio su pasión. Ora escribo, ora interpreto; ora produzco, ora dirijo. Con Lope me hubiera ido al fin del mundo: el Fénix de los Ingenios Españoles estaba dotado para la fecundidad (no sólo en obras, sino en amoríos). Era un río de vida, no me imagino ni un momento de tristeza a su lado. Una luz. A Valle me lo pediría para que me contase mentiras, a Michon lo querría para escuchar sus días, a Mark Ruffalo para silenciar sus noches (no se sabe si escribe, ni necesidad tiene); con Lope, un completo.

He dicho pasión y he dicho bien. En un mundo cerrado, asfixiado por la mendicidad, la peste, los objetos fatales, el vacío moral vivir sería embarcarse cada mañana en un tal vez, exprimir los tiempos con esfuerzo valeroso, acostarse cada noche recordándose mortal. La vulnerabilidad antes bien motor que castración. Aprendieron a sortear eficazmente la bajeza del mundo: de mártir a intrigante y déspota en un clic: puro pragmatismo. Ya lo decía Gracián, ya lo leía Walter Benjamin.

En un contexto insípido y fatal se subieron al tren de un fanático entusiasmo. Adiós al destino y al héroe de la tragedia clásica; el mundo se abre, deja de ser redondo y perfecto; en los bordes: la decadencia. Y en ese estado de desequilibrio, ambigüedad y ruina, van estos tres y se enganchan al espectáculo teatral. La propia muerte atrapa al francés entre bambalinas: el falso enfermo imaginario de repente se hace real, en vivas y aplausos por la excelencia de su gestualidad, por el donaire de su interpretación: “la ilusión cómica desbordando el escenario”. Una vida bajo el signo del oficio pasional, ojo, dije oficio y dije pasión.
El mundo no ha cambiado tanto porque el bicho sigue dentro: lo humano. Asistimos a la adulteración del lenguaje, a los trampantojos, a la manipulación, a donde dije digo...; aquí seguimos, cuatro siglos después, que continúe el espectáculo. Y cada uno de nosotros mirando el propio ombligo.
Los profesores, en medio de este malestar general, hala a “deleitar aprovechando”.
No debemos quejarnos: somos funcionarios. Los funcionarios, gran tema, esos a quienes no preguntaron ni cómo ni cuánto en la época de las vacas rellenitas (lenguaje políticamente correcto, por favor), que sufrieron en sus carnes el elevado euribor y el coste exagerado de la cesta de la compra; esos que se fastidien, que pringuen, que por algo tienen trabajo fijo. No importa el proceso para conseguir el puesto: olvidemos que el que difama podría haber encodado, con sacrificio, renuncia y ansiedades múltiples, a fin de lograr ese estatus. Aquí y ahora, señalan con el índice, sólo computa el resultado, y en él los funcionarios sí y nosotros no, así que pan de cabo a rabo y que sufran como todo quisque. Bajo la fronda de la mentira y lo mediocre cobijémonos todos. Los enseñantes, menudos mangantes: a esos, según fuentes gubernamentales, la crisis no les ha llegado. Así que dosis doble: son funcionarios y encima sin recortes.

Mientras, entre adolescentes ávidos de aprender y con una situación envidiable en una coyuntura desastrosa, debemos continuar deshojando la margarita de la educación: que en nuestro caso, por favor, seremos gemebundos, coincide la excelsitud de factores: horario, sueldo, reconocimiento, vacaciones, motivación, vocación. Ja.
¿Estudias o trabajas?
No sé qué contestar, la verdad. ¿Estudio divirtiéndome? O mejor ¿Me divierto enseñando? Qué tal ¿Agrado a mi público?... Y tira que libras.

Así que cuando desconfío de lo que dicen y me centro en lo que vivo, se me cae el techo, y en la supervivencia, como Valle-Inclán, acudo a la ensoñación, a la mentira, “recordando nebulosamente aquel antiguo jardín donde los mirtos seculares dibujaban...”. En otras palabras, viva el teatro.

Profe, anda, cómpranos una piruleta, déjate llevar por la pasión. Con el gesto de dos euros, quién sabe. ¿Y qué mensaje pondríamos para tu amado? Porque las decoramos con texto. O amada dije yo, por esto de la corresponsabilidad, lo de ni ogros ni princesas, lo de no a la homofobia -resulta agotador el rol de docente como modelo de conductas, somos humanos, con debilidades y órganos y humores; como ellos, justo como ellos (ah, y ellas)-. En blanco. Sin mensaje. Porque tendrás pareja profe, porque si no nosotros te la buscamos y así nos comprarías las chuches. Silencio. Sonrisa y media vuelta, que tenía guardia de recreo y mucho niño dando pelotazos sin ton ni son.
A lo que iba, hete aquí que siguiendo la máxima de enseñar deleitando mientras patrullo pasillos, rebusco en mi memoria, para ser original y didáctica, parejas de la literatura que no sean obvias, imaginándome deidad inalterable al desánimo. Claro se me ocurren Héctor y Aquiles; Vera y Nabocov; Belarmino y Apolonio; Vila-Matas y Paula de Parma... Esas cosas. ¿Inflación de esfuerzos? ¿Qué me van a agredecer más, la investigación literaria o el beneficio en su viaje?
Será mejor que invierta en la golosina y me decline por resbalar sobre el libro y los pasillos, por el desinterés y la apatía... En suma, dejarme tragar por el gargantuesco desencanto propio del ambiente...

Pero no. Me reencuentro con la vida que es una gran lección de generosidad. Concito, pues, a los tres dramaturgos barrocos, como a los santos las hermanas de Almodóvar, su contexto, la centuria de la crisis o el siglo de hierro, inspiro y expiro, conjuro vocaciones y alegrías; si ellos pudieron instruir deleitando en aquel revoltijo, en la crisis económica, social y moral, qué no podremos hacer nosotros... ¿Por qué no proseguir en el intento?
Dejo de ser Hamlet y resuelvo: piruleta más parejas literarias. Sumando esfuerzos.
Me vuelvo por donde he venido y le digo al bello efebo que sí, que me venda unas cuantas piruletas de esas, que me quiero colocar; de pasión, por descontado.

viernes, 12 de marzo de 2010

Voces

Para la mayoría de mis compañeros de 1º G del IES Jovellanos aquel libro rural, lleno de palabros y prosa maciza era un nubarrón en medio del trajín escolar. En mi caso no había afectación, ni retórica, ni obligación, ni sentimentalismo. Para mí Delibes era un tablar de léxico, un caudal de nombres de flora y fauna; fue a quien oí por primera vez que la literatura era un refugio, el suyo, no el cine, ni las tertulias; está entre los hilos de mi infancia, como Ismael, los mohicanos, el correo del zar, Ana Karenina o Salinger. Para un niño el tiempo, sus entretelas, no existe: cuando algo sucede, ocurre de repente.
Son las siete, enciendo la radio, pongo el café en el fuego, subo persianas. Mi casa empieza a despertar; hay cerca de la playa recorridos de luz, babas de caracol, sintaxis de claros; parece que los nubarrones me van a dejar en paz; pasan pocos coches y rápidos: día laboral. No falla. Entonces “Delibes ha muerto”. Tres palabras, sin impresionismos, ni subordinaciones, ni juegos, ni calambures. Economía del verbo.
Pastora, la profesora de literatura, Vicente, mi compañero de pupitre, Cholo, Eva, Martín, Cocaño, el patio gris, los desconchones, la sirena... Se produce esa regresión, el hongo blanco que se abre en nuestra memoria, pasa Alicia calzando botas grandes entre las azaleas y tengo, otra vez, aquellos pocos años. Leí en Retratos de Will que “no puede haber prueba más determinante de la cordura de una persona que haber sido capaz de sobrevivir a la infancia. Aunque los adultos la idealizan y la presentan como una época de libertad”, somos un epílogo del niño que nos habita. Puede. Otros, necesitan recurrir constantemente a ese territorio físicamente inexistente, al mapa de lo que fueron y jamás serán, a esos lugares de los que hablaba Melville "It´s not on any map, true places never are". Algo de El Moñigo y El Mochuelo se diluye en mis tiempos. No digo que sea el mejor escritor, ni el que más me guste, ni el que haya marcado un antes o un después; ni siquiera el autor que rescataría del fuego si este amenazase mi biblioteca. Con él, no obstante, me enamoré del lenguaje; me infectó, junto a otros, de la pulcritud de los paisajes verbales. Ahora que es demodé no interjectar en malsonante cada cuatro sustantivos y dos verbos en infinitivo, yo me escabullo para emboscarme en los clásicos, en la fecundidad y agudeza de los términos. Me pego un baño de diccionario más pronto que tarde porque con tanta vulgaridad, mediocridad y rebaja en el uso de nuestro idioma, dimito de la escucha (y nótese que ya no entro en los cimientos, en la vacuidad de reflexión y espíritu crítico).
Él me enseñó palabras, voces con las que nombrar mi espacio; me enseñó la semántica de un mundo que nunca conoceré más allá de la frontera de su pluma. Dijo lo que yo no me supe decir en aquel momento: la literatura como cueva. Y escribió una frase que se me quedó colgada desde entonces: “Los hombres se hacen; las montañas están hechas ya”. Esa fragilidad de lo humano atrapada en una metáfora tan sencilla, como un puñado de tierra, es otra de sus herencias.
A veces uno quiere que le cuenten verdades; otras, mentiras. A veces, llevarse, como los niños, las cosas a la boca para no pervertirlas con el lenguaje, otras, dejarse seducir por la frase larga y el párrafo barrocamente ampuloso. A veces, dejarse herir por la belleza de La cinta blanca, otras, apoyar el cerebro en el sofá con cualquier cloroformo de serie. Trufas o guisado; noches largas, cortos encuentros animales; prosa telegráfica, indigestión de nexos lógicos...

"… porque existíamos en una apatía que casi era paz, como la de la propia tierra ciega, que no siente, que no sueña con el tallo de la flor, con el capullo, que no envidia la aérea y musical soledad de las tiernas hojas recién brotadas, que ella misma nutre."
Faulkner. Siempre.

De niña y preadolescente, en los veranos de canícula prepirenaica, me pasaba el día jugando a la comba y corriendo. Cada cierto tiempo iba jadeando a casa a beber agitada dos o tres vasos de agua con ansia y con impaciencia, casi sin dejar de correr. Buscamos en la lectura esa remoción y esa contemplación que causa el arte. Pero también saber quién es tal autor, qué se está escribiendo en tal sitio. Leemos para sentir cómo respira la literatura aquí o allí y estar un poco en el escenario. Pero cada tanto hay que volver a casa a apurar a los clásicos, como un niño apura los vasos de agua sudando en medio de sus juegos. No aprendes nada de lo que pasa, pero tocas el límite del espacio en el que está todo lo demás. Pues eso, “Delibes ha muerto”.