miércoles, 23 de septiembre de 2009

Enzimas, postales y Thin air (Pearl Jam)

A veces sentimos que se nos otorga un papel, diminutas heroicidades en discurrires ajenos. Incursiones desencadenantes de experiencias ajenas. Un punto de contacto y nunca más: líneas divergentes. Pero en ese choque, la relación es biyectiva y los resultados de progresión geométrica. Casualidades que derivan en causalidades.

Esa excavación fortuita que dio con cuevas prehistóricas, tesoros egipcios, joyas bibliográficas; el maldito coche que se nos cruzó evitando que fuéramos nosotros los implicados en el accicente de tráfico, el atasco por salir tarde de casa esperando a nuestro compañero, retraso que nos impidió coger un avión que se estrelló… Me explico. Ayer me supe enzima.

Bajé la basura (es excepcional que yo realice esa tarea, no está en mi listado de competencias, a mí me tocan otras). Mientras mi costilla se ocupaba de bañar y alimentar a los cachorros, yo trataba de dar respuesta a una pregunta, de esas anchas y sin dobladillo, junto con otros compañeros del gremio de la enseñanza en un centro de trabajo, “¿Qué es la educación literaria?”… Como supondrán a tenor del burro, la albarda. En resumen, que se me fue la tarde, afortunadamente, de modo provechoso. Los reunidos, entusiastas y puede que ingenuos, tenemos fe en que la lectura es un virus que sí se puede inocular; a partir de ahí el reloj dejó de importar. Ya ven.

Fui de Oeste a Este, uno de esos maravillosos paseos que ofrece esta ciudad nuestra. La tarde parecía esperar en la playa, como al amado una novia virgen, la llegada del otoño. De verdes a amarillos. Abría el portal de mi casa justo en la primera oscuridad de la noche. Quizá podría haber sido otro día, era mi primera reunión; pero fue este. Quizá al llegar a casa podría haber cenado y bajar después la basura, pero excepcionalmente me dejé seducir por el sofá. Este capítulo tiene su truco, no se crean. Los niños ya dormían y la cena estaba lista. Me puse cómoda mientras mi hombre seleccionaba entre su filmografía uno de sus clásicos. Al entrar en el salón, las dos bandejas reposaban sobre los sofás. Max Ophüls, el guión de Arthur Laurents, nos convocaba con Atrapados. La trama de 1949. Una chica educada en escuelas de chicas, o sea, para cumplir a la perfección el rol que a una mujer se le atribuía (¿He empleado bien la perspectiva temporal, el enfajado del verbo al tiempo? Tengo mis dudas) en los años cuarenta, ergo, lograr el mejor marido que le asegure un futuro cómodo, conoce en una fiesta a un hombre de posibles. “Que Dios te lo pague con un buen marido y muchos hijos”. “La mujer que casa bien, siempre parece hermosa”.
Voy, voy, que pierdo la unidad temática corriendo peligro la coherencia textual. La chica y el multimillonario Smith Ohlrig viven un principio de matrimonio, que como todos empieza con promesas de final feliz, pero él sólo la convierte en una Nora, bendito Ibsen, pajarillo en jaula de oro. Al final, aquel asunto no era tan buen negocio. Algo oscuro empieza a suceder. Pero hasta aquí puedo contar. Vean la película que merece la pena descubrir lo que encontró Leonora la bella y lo que aconteció a los personajes.

Tal fue el deslumbramiento, que, una, forofa culé donde las haya, cambió su noche de Pep Guardiola en el Gregorio por el cine clásico. No me digan lo que piensan. “Nadie es perfecto”. Este periplo narrativo para explicar por qué fui precisamente yo quien bajó la basura y no él; y por qué lo hice fuera de la hora acostumbrada.

Bajé a la calle con mi detritus doméstico y me topé, delante del contenedor, con un hermoso mueble: un aparador de madera, imitación de ebanistería modernista. Era noche de recogida de enseres, toda la acera estaba salpicada de mesillas sin patas, restos de camas, algún colchón manchado, sillas varias… Pecios de vidas. Objetos no sagrados: qué contarían de sus propietarios. Mi mirada se perdió en sus posibles, la versatilidad y la historia de aquellas cosas (a Chema Madoz, fotógrafo de la metáfora del objeto, El País lo llama “el artista del engaño”). ¿Quién tendría ese aparador, qué guardaría en él, estaría vivo quien lo compró, sería acaso una herencia, qué cubertería atesoró, de qué valor, cuántos usos a su vajilla, sería el punto de apoyo de la espalda de una mujer mientras él le entregaba su boca en uno de esos arrebatos que logran entrelazarnos como calamares en plena lucha pero con lenguas…?

Abrí un cajón. La curiosidad me pervirtió. Debería no haber bajado yo la basura o haber ido a ver jugar al Barça o simplemente no ser el día de recogida de muebles. Podría haberme mantenido pulcra y en mi sitio, responder al modelo femenino reflejado en la película y no hurgar en la basura, pero no lo hice. Entonces, en aquel cajón, había una postal con la imagen del mercat de la Boquería de Barcelona en la que no se distinguía ya el sello, pero sí el nombre de la destinataria, Claudia Sans; no la dirección. La tengo aquí, sobre el atril de mi escritorio, la hurté. Tampoco suelo oficiar de ladrona, pueden creerme. El texto, curiosamente, no tenía la corrupción ni del tiempo ni de la suciedad. Se lee:

El error de Descartes. Si realmente fuéramos una realidad dual, cuerpo y mente, veríamos, oiríamos y tocaríamos con el cuerpo y recordaríamos, desearíamos y sentiríamos nostalgia con la mente (o el alma o lo que sea). Pero puedo asegurar que te estoy añorando con los ojos y con los oídos. No tengo alma que pueda sentirse hoy colmada sin oírte o verte. Y estoy deseando con la misma piel que no estés muy preocupada. La admiración debería ser cosa del espíritu y yo te admiro a voces. Descartes se equivocaba. Tengo ganas de verte.

Todo para que la huella de esos amantes, persona interpuesta, tenga voz aquí.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Coche negro para un paracaidista


... Once more he found himself in the presence
of mistery. Rain. Laughter. History.
Art. The hegemony of death.
He stood there, listening.
Listening, Raymond Carver

Cogió el teléfono. Yo lo miré largo rato, mientras hablaba. Dijo que con la medicación una neurona le subía y otra le bajaba.

-Sólo negro metalizado... Bien... Sí, acepta.

Antes de hacer la llamada dijo que había vuelto de un mes de vacaciones en Francia. "Pero no sirvió de nada: los demonios viajaron dentro."

-Ya. Así que de vuelta al trabajo y con ¿catarro? Síndrome postvacacional.
Él me sonrió. Pero triste. Vestía traje marrón y corbata azul. Hacía juego con sus ojos. Era hermoso. Un hombre bello. Demasiado. Se rascaba el pelo, canoso y engominado, con el dedo corazón. Las uñas perfectas. También el afeitado. Llevaba alianza. Yo también. Mi curiosidad venció a mi educación; mis ojos a veces parecen preguntas. Consecuencia: se puso a hablar. Pero no de coches.

Resultó ser deportista, como yo; con colon irritable, como yo; autoexigente y perfeccionista, como yo. Había vivido en un barrio residencial a las afueras de la ciudad con sus padres, justo a dos "caminos" del mío, nombres de flores, cursis, por supuesto. Ex-entusiasta. Padre pasional, esposo entregado. No dormía desde hacía varios meses. Como yo. "Simplemente no puedo, ya no sé". No hacía el amor con su mujer. Como yo. Ella, tras cuatro abortos, casi se muere entre sus manos por un embarazo ectópico. Se vio solo criando una niña. "Ha cambiado. Entre ella y yo, todo ha cambiado". Yo le devolvía la mirada y asentía.
"Tampoco yo. En todo, tampoco yo", quise decir.
-La cabeza estalla y los ojos parecen globos en el máximo de presión.
A ese hombre le faltaban años y le sobraba ansiedad.

-Te dicen que leas, que veas la televisión, que hagas tai-chi. Nada funciona. Tampoco la tila, ni la valeriana, ni la pasiflora. Sólo sus drogas de receta verde.

Tuvimos los mismos coches, nacimos el mismo año, nos casamos el mismo día. Ambos, él vendiendo, yo comprando, compartíamos un mundo posible. Mis datos revoloteaban por su mesa: nómina, DNI, última declaración de la renta. Paladeó mi nombre, mi dirección, mi profesión, mis ingresos, el domicilio de mis padres, las dos sílabas con las que llamaba a mi niña. Aquel pedazo de mesa contenía un puñado de mis huellas. Luego levantó la vista, la fijó en mi frente, dijo mi nombre. Yo ya le pertenecía. Era como yo.

-Seguro que te cruzaste alguna vez en mi camino. Me acordaría. Si no fuera por la medicación, de ti, me acordaría.

No recuerda, sin embargo, el color de sus pastillas. Cada noche el sueño viaja subido en una de ellas.

-Todo firmado. En dos días recogerás "a tu amigo", saldrás en sus ruedas. ¿Estás contento?
Me quito las gafas. Son oscuras.
-Debería estarlo.
Sólo recuerdo que las noches se me empapizan, que si no me hubiera cruzado con aquella mujer enferma que se estrelló contra mi automóvil no estaría hablando con este tipo en este concesionario; que lo grande: mi mujer, la niña, aquel coche, aquel día, las ambulancias, el tanatorio... o lo pequeño, Chus dejando su blog, me pesan por igual. Que estoy demasiado cansado.
He caído aquí. Como un paracaidista. Zombis conviviendo con humanos que te recuerdan que lo difícil es ser normal; que eres un egoísta. Que deberías estar agradecido.

Mientras vende coches, espera ese momento prometido, aquel en que estará a salvo.
Como yo.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Comunicación no verbal, el Transiberiano y la valentía




Para M.C.


"Una de las claves maestras de El ruido eterno: la voluntad de mostrar que todo está entrelazado, que la realidad no sabe de separaciones netas ni de oposiciones absolutas", ABCD (ABC 915).



Reflexiono sobre el supuesto origen de la comunicación, la importancia de lo no verbal, las consecuencias de su supervivencia en sistemas comunicativos complejos: nosotros. Lo que las máquinas no son aún capaces de reproducir: la sintomatología o lo indéxico que se desprenden del sujeto codificante.

Entonces, en paralelo, evoco la metáfora del Transiberiano y la debilidad (o cobardía o acomodo) del ser humano, el corriente, no el genio, para modificar lo establecido.

Dos relojes. El tren como un hotel. Siempre en horario de Moscú, a pesar de que se atraviesan siete usos horarios. Si son las cuatro de la madrugada en Mongolia, pero las cinco en Moscú, toca cenar. Fuera un reloj y un sujeto. Dentro otro: el yo. El límite espaciotemporal. La edad, la rutina, los paisajes de siempre, cierta acedia, continentes y contenidos. Interesante metáfora la del Transiberiano. El salto temporal como arcos anchos, dos límites que sólo convergen en cada uno de los individuos que comparten ese viaje.

No somos al margen de un contexto.


Enraizamos con el pacto tácito de la renuncia: el límite que fijan las potencialidades. Nos sentimos atraídos por nuestra propia otredad: lo que uno quiere escuchar, pero no puede o no se atreve a representar. Aquí, en este espacio cerrado (caliente y cómodo; burgués, después de todas las audacias) toca noche. Allá, en la periferia de los raíles y la estepa, luce el sol. Sólo se supura por los extremos. Siempre la frontera: la muralla, la piel, la puerta, el edificio, la ciudad, el país, la religión… Como ojos estrábicos: un eje visual para el sujeto; un eje visual para el objeto. Vivir arriba o abajo.

“¡Ah, el tiempo! Antes de opinar sobre este punto en concreto, sobre el tiempo humano, James debería comenzar por revisar los conceptos que había traído consigo de allá abajo”, La montaña mágica, Thomas Mann.

Aquí y allá abajo.

Lo dicho: pactos tácitos. Renuncias y negociaciones. Lo presente y lo ausente. Fue la emoción lo que privilegió la comunicación humana: no se podía razonar ante una leona hambrienta, ante el incendio del follaje, ante los saqueadores de carne humana. Sólo sentir (¡Peligro, huye!). No es casual que conservemos el gesto y la intuición: nos recuerdan que, a veces, es preciso bloquear la mente: sólo la turbación facilitará nuestra huida. El pensamiento lógico es infinitamente más lento, nos atrapa en su espiral. Súmale soledad y obsesión, y generaremos monstruos que nos devoran. Para ti, ser recurrente, atrapado, compulsivo y obsesivo, en una estructura mecánica y laberíntica (decisiones vitales, jugadas futbolísticas a puerta, ese tren que ignora la luz…); tú, si puedes, muévete. Rebélate. Huye.

“A pesar de todo, eran fieles y honestos el uno con el otro. Pero infieles y deshonestos consigo mismos. ¿O me estoy equivocando?”, Intimidad, Kureishi.


viernes, 18 de septiembre de 2009

Para el cuerpo, soma, belleza (Gorgias)

"... el horizonte de consuelos se reduce, acaso, a uno solo: la belleza, cuyo culto es la forma más incruenta de idolatría conocida."

Ricardo Menéndez Salmón

Belleza (I)

Belleza (II)




Carlos Casariego, http://www.carloscasariego.com/

Belleza (III)



“La escena final de su derrumbamiento es bien conocida. El 5 de enero, en la Piazza Carlo Alberto de Turín, Nietzsche ve cómo un cochero castiga a su caballo —transido de piedad, se abraza al cuello del animal y se desploma llorando”

Miguel Morey


Oír el trote lento del caballo
Sobre tibias arenas, el mullido
Crujir del grano undoso bajo el casco.

Alborotar las crines en cascada
Sobre el pecho de sangre, el cuello enhiesto,
Émulo del tronar, blanco en su espuma,
la testuz imperiosa, la quijada.

Acariciar el belfo, hundir las manos
En el vaho poderoso del que llora
La desgracia del hombre y, con calientes
Lágrimas, su final.
Besar el cuello
Del dios domado en que cabalga el mundo.
Janto, Vicente Duque

jueves, 10 de septiembre de 2009

Moras




Íbamos los dos. Él me miraba desde mi cintura.
“¿A dónde te llego?”
Caminábamos hacia su nueva escuela. Con los ojos fijos en nuestros pasos me di cuenta de que uno de sus zapatos tenía los cordones desatados. Quise arrodillarme. “Déjalo, mami, así tú no olvidarás que debes volver para atármelos y yo sabré que tú volverás a atármelos.”

Sus pequeños dedos intervalos de carne en mi mano.

Aún olía a bebé. Su piel aún retenía los jugos de la mía.
Los niños miran con otros ojos: tienen miedo a la oscuridad, al hombre del saco, al mayor (en el patio, en el parque); pero no a la vida. No saben. Ellos no saben.
“Ya vemos el edificio”. Me apretó la mano. Por un momento yo fui la pequeña. “Tengo miedo a su oscuridad, al hombre del saco, al mayor (en el patio, en el parque)”. Me detuve. “Hay moras rojas y negras”. Me preguntó “¿Qué son las moras?”.
“Son bayas.”
Quiso saber si se podían comer. “Toda la semana preparándome para dejarlo en su primer día de escuela y ahora que llega el momento hablamos de moras.”
“Las rojas no se comen, sino las negras.”
“¿Por qué?”
“No lo sé.”
“Yo las pintaría al revés: de color fresa las comestibles y negras las pudres. No te parece…”
“Sí me parece.”
Cogimos dos moras. Una en su mano. Él la olió (cada vez nos entreteníamos más, como si de ese modo el camino llegara a otro fin, el tiempo esperase por nosotros; el mandilón, el lapicero afilado, las ceras, la libreta rayada, la colonia en el pelo, las barras de plastilina… expectantes); no tenía más de seis años y era niño de guardería. Cinco cursos madrugando, en clases de colores, sonando Rosa León, hospedando en sus bronquios el virus de temporada, en sus intestinos toda bacteria golosa, sabiendo que el más fuerte es el que pega.

Deshizo sobre la palma, frente a la picuda maleza, cada fracción del fruto oscuro. Se llevó un gránulo a la boca. “Sabe a monte.”

Lo cogí en el cuello, besé uno tras otro sus senos, lamí sus montículos, palpé sus rugosidades, me colé por sus imperfecciones; mamíferos criando cachorros.
“¿Tú cogiste moras en tu primer día de colegio?”
También yo debí de ir a por moras, pero no lo recuerdo.
Ya no me apretaba la mano.
Fue él quien dio el primer paso, tiró de mí, cerrando en su puño, cuando el objeto había sido etiquetado como familiar, los restos de su mora. Yo lo imité, como si iniciáramos un rito.
"Vamos, mami."
Purgamos nuestros miedos.
Asistí, así, al momento privilegiado de la formación de un tejido infantil, el que configurará la memoria de un adulto que evocará una mañana, sin ruidos, camino a su primer día de colegio, de la mano de su madre ya siempre teñida de moras.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Desamor


En el estruendo de esta larga, silenciosa y horrenda
despedida
en la desolación de este adiós tan absurdo, tan
lentamente criminal
alégrate, alégrate, mujer, alégrate porque los dioses
los impasibles dioses de la calamidad nos conceden el
privilegio
de que nuestras heridas no obtengan nunca cicatriz
ni alivio

Tendremos, como todos los humanos, una separación
Pero a partir de ese momento nuestras horas serán ya
irreparables
como las de los dioses. Alégrate, mujer; alégrate
porque no quedará un solo lugar sobre la tierra
donde podamos encontrar el olvido, la paz, el apetito,
el sueño

Alégrate mientras se pudre mi nombre en tu boca
y piensa que ese sabor podrido será el partero de tus
hijos
y será la penumbra que confunda las caras de tus otros
amantes
y será finalmente el embozo protervo que acudirá a
arropar tu último frío:
¿pudiste alguna vez soñar una fidelidad mayor que esta
desgracia?

En cuanto a mí, tu nombre ya es azufre en mis encías
y no quiero otro dulce que esa yel ni otro sabor que ese
castigo
mientras pasen los años tumefactos, serviles, miserables
que habré de taladrar a voces y con cólera
hasta el instante misericordioso de la aniquilación

Alégrate de este dolor porque no va a cesar
Alégrate por esta ausencia infame que será nuestro nudo
Alégrate por esta ciénaga que es la distancia, donde
chapotearemos sin poder escapar
Y cuando llegue el odio, alégrate del odio, alégrate,
mujer
porque el odio será el más espléndido escalón de esta
escalera que subimos juntos

Alégrate, mujer. Canta conmigo a estos dioses siniestros
que nos conceden este sino de rabia y de fidelidad y de
alegría.

Alegría, Félix Grande

sábado, 5 de septiembre de 2009

La sinceridad obliga, pero hace feliz (R. Walser)




M. me dice ("Dos, un té con leche y otro con limón y sacarina") que en este final de verano sólo sabemos de muertes y separaciones. Yo la retengo, sus manos delicadas, lo perfilado de sus labios, (tiene boca de niña, acaso por eso conserva las pesadillas y la recompensa dulce), la voz sosegada, sus eses como arrullos. Ella sigue hablando. De fondo, el ruido de la cafetera, la gente que saluda al camarero, el tiempo, siempre el tiempo en esta ciudad enferma de oscuridad. Me ensimismo, la contemplo y evoco, rastreo recuerdos. Parezco estar, pero no es cierto.
"Lo has hecho" -me gustaría decírselo mientras atiendo al presente-. "Me has obligado a abrir el candado, escribir tu nombre junto al mío y dejarlos ahí, bajo el tiempo".
La echaré de menos, no sabe cuánto: los cursos duran como un embarazo, también gestan. Siempre me quedarán sus poemas y ese librín de cuentos, con su árbol, su abuelo, la memoria infantil. Y el miedo. Algún día, cuando no esté tan tierna la cerradura, escribiré sobre la calidad de esos relatos. La fuerza de su texto.


Entonces vuelvo. Llega F., arañado de humo, con su sabiduría y sus manos de roble. Pide café, nos hace reír. Me acompañan su mirada viva, su ágil conversación, sus modos inquietos. Me mira desde dentro y lee, como un crítico el cuerpo del texto.
Apenas nos tropezamos, me dio la mano, frente al charco; desde entonces ya no temo mojarme, dicen que los catarros entran por los pies.
Su humor, su lucha, las ansias de futuro: ante él siento la tierra, su fuerza y sus vaivenes. La necesidad. Me cuesta darle voz; ha sido muy grande durante estos meses. Quién me describirá Italia, las curvas de Mónica, los viajes en carreteras secundarias; quién reflexionará sobre el tejido pequeño de los días, el vino de las siete, la cena con el otro, las camas domingueras llenas de libros, la estética de Proust; quién me narrará, de lunes, la vida, en sus meandros, los baños en el río, el internado, la vendimia, el golpe que no podemos esquivar. "Te voy a añorar, señor del Bierzo. Muchísimo"; pero tampoco se lo digo. Disfruto de ese final, de la distensión, del recorte de este tiempo: la lógica de las conversaciones es extraña. Como dije, parece que estoy.
Y V. , "Agua con gas, por favor". El embajador. Dandi y literario. Otro de mis poetas. La elegancia, el verbo exacto, la risa. Las tardes de cine, el discurso caótico con sesgos dionisíacos, el terrible acúfeno, el vampiro ortográfico. No se pueden explicar ciertas soledades salvo a quienes reconoces como tuyos. Me has infectado de melancolía; el Nepal, ya ves, tampoco es un sueño; has venido para contármelo. La calidez nos seguirá poniendo de buen humor: las pruebas orales, la dispersión de Vila-Matas, el taller, lo que aún está por escribir, No has estado en Hiroshima. ¿Arte o ciencia? Seguiremos de este lado: no hay nostalgias estériles; no para nosotros. "Sí, claro que los exámenes de septiembre son un dolor", trato de esconderme tras la luz de mi sonrisa.
De C., "Un cortado", su ternura, la gran literatura de terruño, el ingenio en el diccionario; Lara y sus sombreros. La toponimia, el léxico frutal, los mejores pescados. Machado. Rosalía. Kavafis. El orador entre pasillos, los ojos de tus adolescentes imberbes, neuronas que avivas y empujas más lejos. Has puesto banda sonora a este curso, como si bailásemos una vez más; resérvame los bohemios: mi carné siempre tendrá tu hueco libre.


Han sido mis compañeros, hay muchos otros y muy buenos, sin embargo, estos son mis camaradas de café, de esa rutina acertada, no buscada, nacida por azar con mimbres de solvencia; se han acercado a poquitos levantando pactos.
Hoy, mochila al hombro, los miro con respeto y admiración: sí saben el valor de la instrucción pública. Sí creen que allí hacemos cosas importantes; son alfareros.

Miro desde un puente. Ellos en un lado del río, yo en el otro. Mis zapatos son viajeros, aunque hoy se tiñen de escarcha. Los rostros de mis alumnos se irán difuminando, son una pieza más de cada año que para nosotros tiene caducidad en cursos. Pero estas caras se me han metido dentro. Como esta punción de nostalgia.

Ya me voy. He anudado sus tiempos a los míos, sus nombres entre los hierros. He cerrado y tirado las llaves.

Mientras me alejo, unos versos de J. Doce:

...El aire está lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba con una piedra
y esa piedra le abría los ojos...

Habrá septiembres para volver.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Usurpación


Si no fuera por su casa, por sus muebles, por él mismo... diría que aquella no era su mujer sino una impostora.


-Está en coma. Él está en coma y ella le trae a la memoria lo último, el recuerdo final, lo que ocurrió justo antes, días antes de la desgracia (por eso inserté la redacción periodística del suceso, el accidente de tráfico donde se produce un choque frontal y un hombre queda gravemente herido). Él está ido, allí, en la cama de un hospital y ella, simplemente en shock (de ahí la narración confusa, el divagar febril, la logorrea atmosférica...). Lo único que siente que puede hacer el personaje ante la situación de su marido es recrear con palabras su mundo, darle motivos para volver de ese estado. Ya sabes la hipercatesia.


-No entendí nada. Creí que escribías sobre la memoria. El tiempo y esas cosas.


-No -quiso llamarlo Ciruelo o Ly-Che, pero lo amaba demasiado para arriesgarse a la ofensa-. La forma imita el contenido, onomatopeya, ¿comprendes? Pretendía la colaboración extrema del lector, el collage lo ponía yo junto con la cohesión; la coherencia tras la intencionada incoherencia descansaría sobre la capacidad reconstructiva del que interpreta. Acaso fui oscura. Exigí demasiada colaboración comunicativa.
O no.


-Tú y tus metáforas. Qué complicadas sois las mujeres -le parecía que su esposa ya no sonreía sino que aquel gesto de los párpados semicerrados y los pómulos levantados se había congelado en su rostro, como un rasgo étnico, tal vez oriental-.

-Serán los códigos. Déjalo.


-Me inclino más por vuestros itinerarios inferenciales. No es empatía, lo que exigís se acerca, al menos en tu caso, pequeña, a la videncia. "¡Para con los pies que me desconcentro! Una cosa de cada vez, como los problemas que troceados se tragan mejor".
Si uno fuera más listo -se decía- vería en esos pies la delicadeza de una bella mujer china. Le gustaban más estos, momificados entre las vendas, que los de ayer, que los de todos los días, tan grandes, tan callosos, tan dejados.
Hablaban mientras Betty Draper vomitaba en el coche nuevo de Don Draper. Mientras lo doméstico lo invadía todo.

-Está embarazada. Fijo.
-No, cielo, vomita por la angustia. La verdad suele ser indigesta.
-Tengo que leer más: para entender Mad Men. Y a ti, mi amor.
A veces se extrañaba de las conductas de su esposa. Cierto. Pero aquella noche, el problema de aquella noche era otro. No conocía quién era esa mujer que comía a su lado, escueta y violenta como un estornudo. De dónde había venido, qué había hecho con la suya, la del día anterior, la de las horas y los minutos.


Estaban cenando. Con las bandejas en el salón, sopa, arroz y verduras. Las botellas sobre la alfombra. Él en calzoncillos y calcetines. Ella en seda amarilla, una especie de pien-fu con fajín. Sus manos, arriba y abajo, precoces, con todo su lenguaje; como una prótesis de sus dedos aquellos palillos.


-Está buena la sopa -trataba de cambiar de tema-; sabor extraño pero exquisito.


-Sopa de Wan-Tan.


Comida nueva. Pero estaba cansado para preguntar. Demasiados cambios en una sola noche.


Afortunadamente, suena el teléfono.

-¿Diga?

-¿...?

Escucha y gesticula.

-Hola...Viendo a Don... Segunda temporada.

-¿...?

-¡Tú también!... No... Claro que no hablaba del desamor. Trataba de conjugar el accidente, con el viaje, un discurso inconexo, críptico... No, no sufro... NO, no tengo nada que contar... Tampoco.

Aparta el auricular cogiéndolo entre las manos como si tratase de proteger del frío a un colibrí contagioso y se dirige entre susurros a su marido ("...es Celia, que ha entrado en el blog y pregunta, de nuevo, si estamos en crisis").

Sonríe, hacía calor fuera. Posa la bandeja, el teléfono en una mano, con la otra recoge los bajos de tanta tela.

"Qué pequeña se ve."

Ella sube al sofá y abre la ventana a la par que niega repetidas veces entre justificaciones redundantes a su amiga, la que no calla al otro lado del cable.
Puede con todo. Dulce, aristocrática, felina.
Él no se mueve. Sólo la mira.


-Zaijian.


Y cuelga más amarilla que nunca. Él piensa que a ella le sienta bien ese nuevo peinado: un pelo extremadamente liso, oscuro, como piel de foca que no deja de crecer.

Ella le hace una reverencia, junta las manos, pálida, y asiente con la cabeza como si estuviera afectada de una inquietante sumisión. In the mood for love.

Se rasca la oreja. No entiende nada. Cada vez menos. Continúa con la cena.

Como ya había dicho, seguramente tenía que leer más. Quizá así la entendería. La complacería.

Como Chow Mo-Wan. El otro sí comprendía.

Él también sentía la arcada, como Betty. Él también.