sábado, 15 de mayo de 2010

De Kafka a Garzón

Vivo mi vida en ondas crecientes
que se tienden sobre las cosas.
La última acaso no llegue a trazarla,
pero voy a intentarlo.


Rainer Maria Rilke

Pretendía que esta entrada abordase una de las causas de por qué en edad adolescente cuesta tanto engancharlos a la lectura. La vocación lectora no halla fácil acomodo en su percepción del tiempo. Cuando pensamos en por qué no leen los adolescentes, solemos olvidarnos de algo que no se percibe fácil desde nuestro mundo de adultos. No tienen tiempo. Están muy ocupados. Su pequeño universo está lleno de conversaciones en chat que son acontecimientos, de programas televisivos irrenunciables, de muros de twenty que cambian cada minuto y en los que hay que estar, de deberes, de sms impacientes.
Nos parecen ociosos y lo son. Pero desde nuestro mundo. En el suyo no hay tiempo. Hay que hacer un esfuerzo, como con Petrarca. Le ocurría al clásico, harto de la vorágine de la ficción medieval, que buscaba sin éxito en la Antigüedad especies narrativas, formatos, moldes en los que verter su ambición de realidad.
Es difícil para el lector de hoy, que ya ha oído los cantos de los apocalípticos sobre la muerte de la novela un millar de veces y que es heredero del Romanticismo (genio artístico, individualidad, libertad creativa) y del Realismo, moverse en el cedazo postmedieval del autor italiano ¿existió algún mundo posible sin novela? No somos inocentes. Ya no. Es difícil mirar desde “aquellos ojos”. Expandamos la metáfora, juguemos a la analogía: en la adolescencia de la historia de la literatura existían otras conceptualizaciones, en la adolescencia del hombre existen límites y necesidades que sólo dependen de ese concreto entonces.
De igual forma, para alguien con catorce, quince, dieciséis o diecisiete años su tiempo es instantáneo y sin consecuencias. Todo tiene que empezar y ser una historia completa ya. Una actividad extensa en días va a contrapelo. Necesitan el estímulo, el Santo Grial, su Atenea para encajar la lectura en esa vida.
Con estas reflexiones y la propuesta de una narración sobre una muñeca, una niña y un escritor, andaba yo esta mañana mientras hacía cola en el hipermercado con la ingenuidad semanal periódica “Con todo esto en el carro, no vuelvo en un mes”, cuando saqué la prensa de mi mochila viendo que cierta escena, que el cliente que me antecedía no se ponía de acuerdo con el precio de un artículo que él vio en oferta pero que la banda magnética al pasar por el lector desmiente, iba a alargarse un buen rato. Me dio tiempo a leer tres o cuatro artículos sobre el juez Garzón. No se sorprendan de mis capacidades: suelo tener imán para los tipos raros, las madres de alumnos quisquillosas con lo escatológico y lo sexual en la ficción y los clientes con problemas en las cajas de los establecimientos.
Y me puse, una vez más, encendida. A poca costa nos percatamos de que asistimos a un ciclo histórico pobre, mezquino, cuesta abajo y sin nadie que levante la hoz, aunque muchos la palabra en boca chica. Me duele el símbolo, me preocupa, no me sorprende, este lento y continuo camino hacia atrás. Mi circunstancia se llena de cangrejos.
Las lágrimas de Garzón son las del tipo universal llamémosle no Hamlet, ni Medea, ni Antígona, sólo “el humilde”, sin mayúsculas, con un sintagma nominal de artículo más nombre común.
Así que donde dije que iba a escribir sobre el enganche a la lectura en esa edad difícil, Kafka, para mí el mejor escritor del XX, y cómo llevar al autor a las aulas de Secundaria a través de una pequeña novela ¿juvenil? deliciosa que acabo de terminar: Kafka y la muñeca viajera de Jordi Sierra y Fabra, digo que hoy escribo de ascos y fandangos adosados al propio concepto de lo español: estoy con el juez, con los cuerpos amontonados bajo techos de tierra y malandanza, con los hijos del infortunio lanzados desde aviones argentinos al océano, con la gente que no puede decir que no porque el fanatismo de unas siglas históricas ahorca su fluir...
Y como todo está escrito, añado que de qué sirve la literatura si no vale para la vida (o la denuncia de esa vida), y sumo algo que recogió Lorenzo Valla hace muchos años, antes del Romanticismo, el Realismo, las teorías literarias sobre la novela, el fin de la galaxia Gutenberg y del editor, que me estalla en la boca toda esta semana, ahí va:
An non etiam parvis in historia locus?
Parece que los jueces hijos de los hijos del fascismo entienden que no.

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