lunes, 16 de enero de 2012

Glosa al poemario "es brizna", Marcos Canteli



Para Marta y Fer

porque para temblar decidimos nacer


Marcos Canteli, es brizna.

es brizna (Pre-textos, 2011) se estructura como agua que fluye hacia un delta o como secreción nudosa en forma de sello de Salomón o como fragmentos que se nesgan en triángulo; treinta principios más siete bimembres en cero o pórtico, uno y dos.
Un asidero cero o pórtico. Un asidero uno. Un asidero dos.
es brizna se define en cero o pórtico como filamento o hebra vegetal; en uno, como parte delgada de algo; en tres, como lluvia suave.

Pórtico / Cero
0.
Filamento o hebra vegetal

De la necesidad, a través de la imposibilidad de un cordón umbilical, /que sujete, que nos explique por dentro la palabra brota el trovar de Marcos Canteli. Es brizna. Planta gramínea, planta contenida en tallos como huecos, filamento (luego cordón, de nuevo), partícula larga y delgada, ligera, expuesta a la luz y al viento. Hebra. O poeta.
Por tanto pistilo, hilo o fibra. Oquedades ocultas; lo vacío. Una intimidad desplegada a la luz y al viento. El territorio que mancha suyo.
Eso es lo que tenemos entre las manos, apenas una hebra larga y delgada, al tallo y con huecos, expuesta, que se forma encrespando memoria, materia viscosa más en sonido, tacto, aroma que en imágenes; pujanzas de objetos retorciéndose, lo que no poseemos: aquello que teje el tapiz del recuerdo. Escribió el poeta La brizna contra esa plomada que todo se lo pule (catálogo de incesantes, Bartebly 2008).
Fibra, porción insignificante de lo que un día fue y hoy es solo moho, una creación, un constructo que atravesó las definiciones vitales, que como verso nos regala el poeta: corazón, ojo, pulmón; moho que se crió dentro, donde el miedo y la tristeza, en la superficie íntima de lo que nos contiene, hoy, entre palabras. En transacción, la imagen pura. Imagen en su acepción de representación mental. Imagen que surge a partir de la imposibilidad del código para lo inefable; el decir, el nombrar, el designar. Descarga eléctrica que interrumpe ad libitum el significado.
Es esta una conducta poética que persigue, mediante la provocación, el florecimiento de un tercer espacio, ese que va más allá de la semántica del signo. Nos incita, como lectores, a la interpretación sediciosa, a huir del automatismo que encierra la pura descodificación. 
No es negro satén. No responde al hermetismo ni a la oscuridad. Esa provocación, que voluntariamente Canteli propone, nos condena a un lenguaje privado por entre la materialidad del código común, desde luego, pues no existen otras herramientas para el orfebre poeta que las palabras; o la ausencia de las mismas: como un tendal al sol del que penden pequeños vestidos vacíos de carne. Parece decir, ven, te invito, interpreta; adhiérete. Recicla conmigo el conjunto de signos, hazte con las nuevas reglas y entonces, habla con mi objeto, habla desde mí a ti, en correspondencia biunívoca; como el niño que interpreta un arma en la pinza de ropa, un ciclista en la chapa de refrescos, un espectro en la blanca sábana. El movimiento no se detiene, tú sigues. En el pacto, la convención se quiebra, desvinculando forma y materia.
No hay implícito más profundo, más fácilmente inferible, que el de aquellos dos que comparten un universo propio, privado, tan fácilmente evocable que cancela, por innecesaria, toda explicitud. Dos que tan solo con mirarse ya se entienden, llegados a ese grado de conocimiento e intimidad ¿para qué la palabra? 
El significado, ¿para qué?
Como un pintor con su paleta, ante el lienzo, el poeta exhibe texturas, grasas, y grumos. El maquinismo de la forma, en esta ocasión, al servicio de la desnudez. Aquel alarde de estilo, casi pornográfico, ostentoso como una arquitectura de Francesco Borromini que desplegó el poeta en catálogo de incesantes (Bartleby, 2008) se pone en es brizna al servicio de la purificación, como un reto más. Antes lució los barrocos fuegos artificiales, ahora dedica sus esfuerzos formales al despojo, como una suerte de “ingravitud” de Malévich. La yuxtaposición como principio constructivo, la ausencia de marcas (ni siquiera signos de puntuación, negación de las mayúsculas), la dispersión entre sintagmas, el espacio que se abre, en pausas y silencios, igual que picos incandescentes o descensos abisales. El montaje como conflicto entre la semántica de las señales.
A través de la silueta del poema, Canteli persigue, apoyado en la arquitectura, afilando el montaje, en flujo, pero a golpes de silencio, los signos en sintaxis enfrentados, nudos tensos que chocan en pos de la descarga eléctrica; consciente como es de lo imposible de asir.
Y como niño perdido en el bosque, ecos, transparencias sin cabos (apenas anzuelo es el lenguaje), cree en el camino que lo llevará de vuelta a casa, a la hierba aromática, a las manos de mujer, a la sabiduría del padre; a los ciclos y a la clavícula de ella. A la tierra. Huellas y quiméricas capas, la fe alimentando la búsqueda.
Palabra que esconde palabra. Palabra que se deshace. En la disolución acaso esté el término de la búsqueda; en cada una de las piezas con la que labra el mosaico de su poética, sus teselas. La escritura como pulso. Latente, indómito, implacable.
Brizna, hilo del que cuelga, lo que un día fue hogar y que al volver a casa la casa ya no está. Es el escaldo Canteli un guía, el Stalker al que Tarkovski permitió conducirnos a la Zona, a esa habitación de los deseos, un viaje llovido de asociaciones, donde se manifiesta el instante con su debilidad: solo el desván permanece. Cito es brizna: hay que oír/ el tarareo detenerse:/ importan estos cauces, importan las palabras
Archivo, ideas o impresiones, de lo que un día sí fue. Sigo citando: así la pienso en las raíces. La búsqueda de sentido, el viaje a la Zona, el acto de fe.
Como no puede vencer al lenguaje, ni a las tinieblas de la vida, tareas infructuosas, no le queda al poeta más que esa indagación, la exploración, el transitar. Traquetean con intensidad las palabras de R. Walser que cita en el poemario, leo, “como si su vida entera debiera consistir en la simple búsqueda de una vida. Una vida nueva”. Toda una declaración de principios; una cita fundacional. Mutar la piel para vencer el miedo, la desdicha, lo sombrío.
Marcos Canteli sabe de las dificultades. Es cierto: la vida astilla, golpea, descarna.
Con todo, es un Stalker: tiene fe. Se enclava a la existencia persiguiendo los bosquejos. Nada es ajeno a lo humano. Desgraciadamente, nada...


[Fragmento de la presentación de es brizna
12 de enero de 2012 - Biblioteca de Asturias Ramón Pérez de Ayala]

miércoles, 11 de enero de 2012

En esta noche rara


"Tu Rostro como sangre muy oscura en un plato de tropa, entre cocinas

frías y bajo un sol de nieve; Tu Rostro como una conversación

entre colmenas con vértigo en la llanura del verano; 
Tu Rostro 
como sombra verde y negra con balidos muy cerca de mi aliento

y mi revólver; Tu Rostro como sombra verde y negra que desciende 

al galope, cada tarde, desde una pampa a dos mil metros sobre el nivel

del mar; Tu Rostro como arroyos de violetas cayendo lentamente

desde gallos de riña; Tu Rostro como arroyos de violetas

que empapan de vitrales a un hospital sobre un barranco."



*    *    *
                                                                                                                                                           "Soy el hombre que quiere ser aguada  
para beber tus lluvias  
con la piel de su pecho."
*    *    *

"Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo."

Héctor Viel Temperley, Hospital británico.

Voy husmeando como perra los regueros de añoranza. Los orines, la carne ensangrentada, la pulpa que un día mastiqué. 
Ser víscera y mirarme hembra en el pozo. Tus ojos.
Chirría. Es la mecánica oxidada, ensalivarse. Sobre fondo rojo; aquellos besos nuestros que ahora nunca no.
Mecida en las sombras donde sé que fui hechos, me unto con la grasa humillación de la melancolía.
[El título, En esta noche rara, ecos de César Vallejo.]

lunes, 9 de enero de 2012

Un diálogo entre salamandras



Ahora, dijo ella, ¿sabes?
cómo me siento? No, dijo él,


no sé nada.
Soy solamente, como tú me has descrito.


ceniza en una urna. No, dijo ella,
eso no es lo que quería decir


cuando lo dije. Eres todas las cosas
y además eso. Es la ironía


del lenguaje quien te ha descrito así.
Reducido


al después del dolor
que durará toda mi vida. El dolor


hasta la raíz del pelo de una madre
cuyo hijo ha sido barrido del mundo


por la escoba punzante
de todos sus fallos involuntarios.


Lo que ella había querido decir es que
el cuerpo como ceniza es insuficiente.


Mary Jo Bang, "Ahora", Elegía (Traducción de Jaime Priede)


Su hijo llegó a casa una tarde de diciembre, al cierre de trimestre, iniciando las vacaciones navideñas, contento porque en su clase habían votado su redacción como la mejor del mes. "Mami, quiero ser escritor". Casi se le cae a la destinataria la maternidad al suelo. Ella le dijo: "Pero qué bien, cariño". 
Estaba tan ilusionado, tan embarcado en su alegría, tan protegido de su natural timidez. 
El pequeño es materia de sueño. Hace unos años su crecer les había parecido ese número que un día les dijeron que se llamaba, ocho tendido, infinito. También pensar que un día sería un niño mayor y no aquel bebé delicado y enfermizo. Saber que desaparecerían mientras negociaban el miedo y su frío. 
Hoy ella se encontró con aquella amiga bajo cuyo nombre, en lo de adentro, le está creciendo un bulbo. 
Parpadea repitiendo la genética de su madre. 
Parpadea repitiendo la genética de su padre.
Le contó que sentía vértigo, cierto desasosiego, algo de estupor, miedos difusos, ilusiones, jaretones en las rutinas. Y amor. Eso es un hijo, un vínculo hecho de la más bella y delicada de las sedas, a tirones de sangre, sobre un plano tramposo; dónde las arenas movedizas, la cabeza de dragón, el azaroso dado de la muerte; un cordón que nunca rompes. Jamás la soledad, el egoísmo; carne tuya esparcida y doliente. Afuera, entre el peligro. 
Perder un hijo, a veces basta la potencia de un hijo, la amalgama de células suyas y tuyas en coágulos vivientes, multiplicándose, queriendo emerger, es "este laberinto incompleto". 
Porque un día como hoy hace años, casi tantos como sus dos manitas llenas de dedos, cargaba en su cosecha ese pequeño cuerpo dentro de su vientre, imaginaba sus límites, los sonidos, el tono de piel, su olor. Porque ha llegado otro. Y después un hueco que silba de vez en cuando lleno de células de aire, apretando angustia, como un pequeño vestido que cuelga en un tendal sin carne. Le da el sol. Asfixia. Y que no fue pero dejó cicatrices, límites sin vísceras, un boceto, visitas en sueños; también fue huella de un amor. Porque puede decir que ese que escribió y a quien premiaron sus compañeros está aquí y es suyo, ven donde yo proteja, igual que el otro mientras conjura la tragedia, soplando fuerte, lejos los malos espíritus, borda sus pieles de besos, lamidas, pereza en el tacto. Es su hijo y una tarde de diciembre llegó a casa diciendo a su madre que quería ser escritor, a ella le daba igual cualquier afán, el tipo de vocación: carpintero, verdulero, observador de estrellas; solo quería que esa pasión que lo iluminaba como si se meciera del lado de la luna se quedase en su rostro para siempre. Ese niño escribió esto:

Un diálogo entre salamandras

"¡Sííí! Así es. Estaba yo en un lago e iba a escribir un cuento pero no sabía de qué. De repente, vi a dos salamandras y pensé ¿por qué no escribir un relato sobre ellas? A fin de cuentas son buenas protagonistas. Y ahora que ya lo tengo escrito os lo voy a leer:

Era un día caluroso, estaba yo tumbada bajo los cálidos rayos del sol. Entonces vi a alguien ¡Anda! –decía- ¡Venga, Alberta!... De pronto me desperté, íbamos de excursión a una casa. Cuando llegamos yo me perdí. Claro, era tan bonito todo. En ese momento vi a una señora que me cogió tan fuerte que me desmayé. Al despertarme me di cuenta de que estaba en una pecera. Cada vez que veía a esos niños me hacían mucha gracia. Un día reparé en que su maestra (la señora que me capturó) tenía otra salamandra ¡Era el tío Flint! (un borracho perdido) y lo metió en la misma pecera en la que estaba yo.
-Salud, ¡hip! –me saludó-. ¡Eh, moza, hip, otra botella de ron, hip!
Yo le contesté:
-Flint soy yo, Alberta.
-Anda, Alberta, ¿qué tal? ¡Hip!
-Bien ¿y tú?
-¡Hip! Bien.
-¿Cómo te atraparon?
-Me emborraché y cuando resbalé, me hundí. Muchos peces me golpearon a aletazos y acabé desmayándome. Al despertar me cogieron y me metieron aquí.
Pasaron los días. Yo no dormía porque Flint roncaba, así que lo pasaba fatal, sentía añoranza de mi familia, de mi casa, de mis amigos...
Al final los soltaron y así termina mi historia, una historia muy interesante ¿verdad?"
T. C. C.




domingo, 8 de enero de 2012

¿Por qué "Stoner" de John Williams?


Hoy me voy a poner boba. Ya lo digo por si lo sentimental no es plato de su gusto y con todo lo que hay que leer por ahí va a perder usted el tiempo en mis minúsculas. Anda ya.
De mano vaya por delante. 
Arranco. 
Bien. 
Un día leí que dijo Truffaut "La felicidad se reconoce después". Cuando era muy pequeña, pero mucho, los viernes eran raros. Mi padre me llevaba a un local desabrido y desconchado, según él a ver cine, con los años, según mi mirada, la motivación de aquellas excursiones crepusculares suponía una escapada a solas sin la sombra de mi madre y con el argumento de haber cumplido con su cuota semanal de cuidador. ¿Por qué eran extraños? Porque todos eran varones, se citaban en lo oscuro, se llamaba de una manera determinada al timbre del portal, mi padre farfullaba Vladimir Ilich como contraseña y zaca, la puerta se abría. Porque subíamos por unas escaleras muy estrechas. Porque a las siete en punto sonaba la Internacional y aquellos hombretones, con mostacho y alguno cubierto de bisoñé, hacían gorgoritos con un entusiasmo y en un tono que ahuyentarían a cualquiera que no perteneciera a esa suerte de Cosa Nostra. Porque después se iniciaban otras canciones y melodías todas en lengua rusa y sobre caligrafía cirílica; corría el vodka y los niños jugábamos al pilla-pilla o al escondite por aquel piso setentero donde tan pronto se hablaba del franquismo como de las mentiras mediáticas sobre Stalin como del hombre blandengue como de si uno era gavilán o paloma. Vamos, temas todos alejados del planeta infantil. Porque, de cuando en cuando, se abrían pequeñas latas de caviar que habían logrado pasar ciertos gravámenes y fronteras; aquellas larvas negras sabían bien pero en el colegio me tildaron de mentirosa: ¡Bolera! me llamaron al confesar yo, años después, en una clase de ciencias sociales, que una vez probado no me daba más por las crías de esturión. Da igual, hasta aquí nada era mágico, con extrañeza pero sin ventajas. No obstante, en el momento en que Celestinov o Andréi o Pacoshca o Victorovsky cogían el proyector y bajaban una sábana blanca sobre una pared llena de humedades, nada era comparable a aquello. Recuerdo haberme emocionado, tan chiquitina, con el cine mudo y aquellas imágenes sostenidas, yuxtapuestas, lejanas, rurales o geométricas. Una mezcla poética que me permitía construir mi narratividad en primera persona: casi la tercera imagen que nacía de la inconexión a priori de dos era solo responsabilidad mía. Entonces, me enamoré de un nombre, de un hombre, de una ficción. Se llamaba Dovchenko. La película La tierra. Retuve ese nombre, los rostros en primer plano, la fuerza del mundo rural, la incursión del tractor. Llegaron los Reyes y escribí en letra parvulita. Quiero un tractor soviético. Mi madre, en su encarnadura de mujerona, alta y con curvas, desde su vestido minifaldero, sus largas uñas coral, el pelo cardado humeante de laca, los pendientes abotonados amarillos como las margaritas de la tela, a juego con un collar que yo deseaba porque era como un telar de canicas, pegó un grito sobre el nombre de mi padre (solo lo llamaba así en los momentos de ira): Celestino, mira lo que has conseguido con "la" niña. No me trajeron el tractor soviético, claro que no: yo estaba destinada a ser una miniyo de mi madre, aunque todo proyecto de hijo tiende a agostarse, y le salí rana, como manda la costumbre: ni uñas largas, ni laca, ni collares falsamente ostentosos. 
Pequeña, hippiosa, lectora y poco más. 
La falta de afinidades entre ella y yo siempre me vino impuesta: afinidad cero. Este año le pedí a los Magos en su casa una camiseta del Sporting para ir a juego con mi hijo pequeño cuando compartiésemos los partidos, vía televisión de pago, en el bar de siempre; una vez más la profecía se cumplió: en lugar de los colores de mi equipo me dejó unas medias italianas, carísimas, a dos aguas que nunca me voy a poner. Ella lo sabe, de nuevo la distancia. 
Si leyéramos la vida de uno, sus malas elecciones, sus renuncias, sus aciertos azarosos, sus miedos, miserias, memoria, trayectos, sería una historia muy triste. Una más de lo humano. Para eso, para ser capaz de enterrarse en la vida de una persona normal, en la debilidad y en la epifanía, y hacerla palabra, excelente discurrir, hay que escribir muy bien. Decir el minuto de cada vida. Las preguntas que nunca se hicieron para las respuestas que como obstáculos grises nos contuvieron: en el fallo y en la derrota. ¿Qué significa ser hombre o mujer en una vida entera? "Ser hombre", eso decía Rosellini que había que lograr al final de la vida. Acaso solo la literatura pueda atraparlo: desde una infancia rural en el Missouri más profundo, atravesando la formación, el esfuerzo, los viejos valores, el azar de Shakespeare con su magnetismo en una clase de literatura impartida por un bicho raro que solo creía en lo escrito y que abominaba de la naturaleza maligna de lo humano, los dos primeros amigos, la epifanía de la belleza que lo condujo a una vida marital enferma, esclava, yerma de la que nunca pudo salir y de la que sobrevivió dentro de un minúsculo flotador de indiferencia, las venganzas y odios laborales, la potencialidad de la formación y el estudio, el refugio de la ficción, el escapismo en forma de amor a las letras de la Antigüedad clásica y su heredad, la paternidad robada, el errar en el mapa de una hija, el chantaje y la pena, el mundo que nunca eligió porque no decir es otra forma de decisión, un "traje en el que nunca cupo" creo que escribió a propósito de este libro Vila-Matas, la guerra en la intimidad con el fondo de las batallas que en el mundo exterior se iban librando, el amor puro en "la privacidad íntima" que solo a dos pertenece "cada uno abierto al otro, sin protección, perfectamente cómodos y sin conciencia de sí mismo", "Deseo y aprendizaje [...] en realidad eso es todo, ¿verdad?", el odio anidando en lo más próximo, la intensidad de la crueldad humana, la envidia, la desesperación, la locura, la renuncia, la enfermedad y la muerte. Lo más bello de esta novela es la autopsia de una vida, el archivo del tiempo en una sola existencia, el camino hacia una muerte y el balance final de lo que al fin somos y tenemos, nuestro "adentro", con esa pregunta final terrible "¿Qué esperabas?". De la vida, en los preámbulos a la hora quieta "¿Qué esperabas?". Aquí tenemos una novela de personaje. Y tierra.
Les dejo esto aquí, un libro que regalaría a todo buen lector, un conocimiento profundo de lo que somos, desde la primera tierra hasta la última, en el engarce de las acciones que nos conforman, para el alivio o la desesperación.
Caray, cómo nos regala el arte.
 La tierra, Dovchenko. La tierra o Stoner, Williams. 
Si aman la literatura, léanla por favor, Rodrigo Fresán acertó en seleccionarla como la lectura del 2011 en el ABCD las artes y las letras, Vila-Matas tuvo ojo en la reseña que le dedicó en El País. Yo, lectora fortuita, lloré al final del trayecto, ya dije que en esta entrada de hoy me iba a poner sentimentalina, por despedirme del hombre llamado Stoner, por quedarme fuera, no quiero acabarla, no quiero, no quiero, de ese universo que en 240 páginas fue tierra:

"Desapasionada y objetivamente, examinó el fracaso que, aparentemente, había sido su vida. Había buscado amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la raza humana. Había tenido dos amigos, uno de los cuales había muerto sin sentido antes de conocerle; el otro se había alejado ahora tanto por avatares de la vida que... Había buscado la singularidad  y la tranquila pasión conjunta del matrimonio. Había tenido eso también, no supo qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y había tenido amor, y había renunciado a él, lo había dejado marchar en el caos de la potencialidad. Katherine, pensó. "Katherine".
Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?
¿Qué esperabas?, se preguntó."