miércoles, 18 de agosto de 2010

Antojos




Yo era quien debía hablar de él bajo cielos más grises donde los árboles y los libros fuesen más abundantes. Así yo le sobreviviría porque el rey necesita una memoria perdurable. Él ni siquiera sabía lo que era un rey, ni la velocidad creciente con que los árboles estaban desapareciendo ya para fabricar manuales que trataban sobre su tala.

Agustín Vidaller, Costas perfumadas.


"...recuerdo a cada instante su piel, tersa como un capricho. Cierro los ojos y siento su aroma... ¡Tengo una ansiedad horrible! ¡Necesito sentir su tacto bajo mis yemas!" Era como si el viejo Pereira percibiera también aquella lujuria joven, blanca, inmolada bajo las manos cuarteadas del viejo, piel tostada que debía buscar con ansia unas aureolas generosas.

Fernando Clemot, "Orgullosamente apasionado", Estancos del Chiado.

lunes, 16 de agosto de 2010

Exposición



Carl Andre

Quizá por estas razones y por otras más que no sabe explicar. Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira.

Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira.

Donoso vende vestidos en las playas ibicencas. Es argentino pero me dice que si lo llamo uruguayo no se ofende. Todo menos italiano. “Son como cucarachas”. “Han llegado para conquistar la isla”. Me vino a buscar a la orilla, espacio insólito donde me tiro con el cuerpo cubierto de agua excepto la cabeza: parezco una tortuguilla de caparazón transparente; de ese modo, vigilo a los niños que nadan a unos cuantos metros de mí, intentando curar cierto cansancio, emplastar vacíos que se me escapan por mis grietas, recopilar toda esa luz para dosificarla cuando llegue a casa: los inviernos en mi ciudad son muy largos con otoños de preámbulos y primaveras de resaca: todo oscuro.

No recuerdo cuánto me gusta ese cielo tan blanco hasta que lo tengo techando mis pasos. Miento, no es blanco. Amanece desnudo para ir pintándose. Pienso en Turner, en la primera vez que observó las atmósferas de Claudio de Lorena, el molino de Rembrandt, los crepúsculos de Gainsborough, la claridad norteña de Van de Cappelle, la Venecia acuática de Canaletto. Quizá fue allí cuando se dijo “Por esto quiero ser pintor”, aun cuando el Turner que más admiro es el romántico, la cicatriz de Ruisdael o la absorción de las teorías del color de Goethe. Mis tardes noches bicicleteando mi ciudad se parecen al cielo de Sepelio en el mar.

Ahora estoy en la cala pero de tarde me iré a kumharas a sentir la anochecida que en mi recuerdo se promiscuye con el Arenal de Calais turneriano. El sol de las Pitiusas hay que desnudarlo, ir contemplándolo en sus movimientos, detenerse en sus mixturas y metamorfosis, recorrerlo como la carne deseada (yemas, labios, mirada).

Todavía estoy ahí y es cuando Donoso se arrodilla a mi lado. “Tengo un bello envoltorio para vos: sos rechula de verde”. Me acabé llevando sus orígenes, cómo había atravesado el Atlántico para quedarse a vivir en la isla, cuánto añoraba a su gente, de qué modo tan desesperado amaba a una mujer para cruzar por ella un océano y el vestido verde que me deja las piernas y los hombros al aire. “Sabés escuchar”. Los niños seguían chapoteando: aprendieron que el sol puede no acabarse, que el agua puede estar siempre caliente, que bañarse puede dejar de ser una operación llena de variables (que no llueva, que la marea esté baja, que la bandera sea la adecuada, que no haga mucho frío...) para convertirse en una extraordinaria fijeza.

Nos despedimos Donoso y yo en Cala La Basa con cierta nostalgia. Él por haber abierto su vida a una extraña, yo porque ciertas cosas sólo me ocurren en Ibiza. Guardé la compra de Donoso para irme a nadar con los niños; les pedí permiso para perderme en lo profundo, se quedaron con mi biquini y la promesa de que no hundiría la cabeza más de diez minutos (aún no entienden de gestos anaeróbicos y tiempos vitales). El nudismo es otro de los lujos ibicencos. Como la comida mediterránea (cocinan las mejores patatas del mundo, pero esto es un secreto), la Ibiza rural, las trayectorias vitales de los hombres y mujeres que poblaron la isla en los sesenta, la amabilidad y el buen trato que todos te dispensan (si no lo son, parecen felices: quizá sea una afortunada pandemia). Es una lástima que cuando uno vuelve de allí sólo le pregunten por los famosos, cuántos guiris la palmaron tirándose de las ventanas de los hoteles del West End de San Antonio y qué tal estuvo la última fiesta flower power o troyana (no conozco ni Amnesia ni Pachá, ni falta que me hace). Todo está en los ojos que miran.

Después de calearnos el Este de la isla, compramos melón y sandía a unos payeses que eran rubios como los niños del maíz. Ella se llamaba Dorethee y era alemana. Empezamos hablando de Dusseldorf y acabamos contándonos nuestras preferencias sobre arte contemporáneo. Por un momento pensé que era la viuda de Konrad que estaba de incógnito en el terruño y a punto estuve de preguntarle por On Kawara y Joseph Beuys. Enseguida el payés la cogió de la cintura, era francés, muy guapo, para meter baza en nuestra conversación; estuve practicando un poco con el idioma galo (puf, cómo se me ha olvidado el léxico frutal) e inferí al poco que Dorothee y él llevaban muchos años en común, cada uno vivió su periplo antes de escaparse juntos a San José. Me explicó ante un zumo de melón recién exprimido que cuando decidieron unir sus vidas compraron una pequeña casa que arreglaron y a la que añadieron una planta más. Dorothee vivía arriba con sus tres hijas mientras que Cedric ocupaba la zona baja. Él también albergaba a sus dos hijas en verano que era cuando su ex-mujer le enviaba desde Reims a las niñas. De ese modo fueron ellas, las crías de ambos, quienes marcaron los ritmos de proximidad. “Sin forzar nos fuimos aceptando”. Hoy presumen de ser una familia bien avenida: “Fue una locura que salió bien”. “Es la isla”. “Da suerte”, sostiene Dorothee.

Creo que el aroma de mi cuerpo ha cambiado. En esos siete días el melón, la sandía y los frutos secos han debido de modificar mis segregaciones. Al despedirme de ellos me pareció que ella sonreía con cara de sandía y él tenía cabeza de melón. Me dije que me miraría al espejo nada más llegar al hotel.

Ya en el coche, les conté a los niños mi confusión de la payesa con los Fischer. Les expliqué quiénes fueron esos galeristas alemanes, hablé de la audacia y del valor, de la lucha contra los miedos en pequeños gestos, de perseguir lo que uno sabe que realmente ama. Les adelanté que al día siguiente se bañarían en un acantilado donde los peces les comerían los pellejitos de los pies, que su padre no estaba a favor de que yo los llevara pero que en mi opinión ya estaban maduros, como los pequeños melones de los que acabábamos de disfrutar, para vivir una aventura. Todo es dar un primer paso: Dorothee Fischer vació su monedero delante de Joseph Beuys y le preguntó que qué pieza de arte le podía vender por ese dinero para regalársela a Konrad. Fue un bloque con forma de rectángulo de cera “Sin título”. Así empezó su sueño: la primera pieza de su colección; nosotros íbamos a empezar por el acantilado.

Lo hicimos y como Señor Salvaje nos picaron las medusas, cuyas descargas aliviamos con nuestros propios orines. “Esto sí que fue una hazaña de héroes de cuento” exclamaba mi hijo mayor.

Tal vez haya sido el rito iniciático. La primera piedra, Donoso cruzó un continente, Turner desafió a la Royal Academy, la pareja de galeristas a la vanguardia alemana, el duque de Orsini la densa negrura de su padre...

Siempre falta algo; uno viaja huyendo o buscándose. Ocurre que a veces se encuentra.

Como narraba Pereira, un acontecimiento inusual, no necesariamente el irse, despierta un yo que desbanca al hegemónico produciéndose una pequeña revolución en la confederación de nuestras almas. Alejada, añoré las manos del hombre que amo o quizá la penetración de nuestras manos (imitando esculturas de Nauman), la mirada de mi madre, también mi ciudad en bicicleta, mi hueco en la cama, el olor de mi casa... La vida cotidiana que tejo. No obstante, esta vez, sacrifiqué un yo zamarreante en esa isla y este nuevo que me va invadiendo (por ahora me llega a las rodillas) ha decidido no resignarse. Como comprar un bloque de cera o bañarse desnuda en peligrosos acantilados...