jueves, 31 de diciembre de 2009

Tierra de audaces

Me dio por preguntarle a mi costilla mientras esperábamos en una cola larga como hormiguero amazónico que si el 2009 había sido un buen año para él (a todo esto el pobre sostenía en sus manos con pose de cura: tres bolsas, un conjunto de ropa interior de leopardo, una diana infantil, un paquete con libros, dos discos de vinilo envueltos en rojo; un arbolín del consumo, vamos).

―¿A qué te refieres? ―verbalizaba y fijaba sus ojos en mis ojos, parecía aquello Oklahoma en 1873.

―Vamos, no sé, ¿un año para recordar u olvidar?

La señora que se intenta colar a la sombra de nuestra perorata.

―Oiga, vamos a llevarnos bien. No me abra el hambre de justicia y venganza ―Jesse James habló por boca de mi cónyuge que no escupió tabaco porque sus labios sostenían la Visa card. Es en estas ocasiones cuando yo lo llamo mi Raskólnikov porque como él "no estaba acostumbrado a alternar con la gente y […] rehuía la compañía de los demás, sobre todo en los últimos tiempos”. No es peligroso, sólo que además de colon irritable presenta accesos recurrentes de misantropía: no se fía del género humano, es más de bichos: rural y seguidor de David Attenborough.

Se nos quedó, con la intrusa, colgada la conversación.

En el atasco prefindeaño le espeto:

―Regulín, entonces…

Se le cala el coche. Hay explicación: es nuevo y tiene un pedal como de camión, así que mi Henry Fonda tiene excusa.

―Regulín ¿lo qué? ―Añade con anacoluto y frunciendo los morros; el coche y los hombres, en fin, como si en ese artilugio se precipitase algún test de virilidad.

―El año, mi amor; este año.

―¿Y a mi madre?

―Pero, qué pinta aquí mi suegra ―Me pregunto yo.

―¿Le compramos al final, lo qué? ―Me fibrilan los palpos gramaticales.

―No lo sé, pero algo; seguro. ¿Y el año?

―Cógeme el volante que el mechero se me está clavando en la ingle -yo creo que quiso decir los güevos, pero trató de tener tacto y yo hice como si aceptara el eufemismo.

Fin del atasco. Silencio. Rumbo al Norte. Me relajo escuchando en el lector de DVD del coche la banda sonora de Barry Lyndon.

Tres viajes en ascensor: paquetes y más paquetes. Me asomo al pocito de mi armario. Todo son bolsas con nombres rodando entre mis vestidos y chaquetas; los envoltorios pequeños se manosean desmandados por mi ropa interior.

―¿Cenamos, no fea? ―Pintan lítotes.

“Oh, no”, me digo en apóstrofe, “antes mi trabajo de campo doméstico”.

―¿El 2009?

― Supongo que no.

―¿No lo qué? ―Caramba, osmosis en el vulgarismo; como las faltas ortográficas en los exámenes que de tanto leerlas se le agujerea a una la seguridad en las bes y las uves.
―No sé. Me gusta más el veinte―diez. Es redondo, veinte el doble de diez, un dos y un uno. ¡Joder, y que el 2009 fue una mierda!
―Eso. Y vivan tus ingles.
―Te invito a cenar fuera. Tierra quemada.
―Vale.
―Yo más.
Y con todo eso hubo sus cosillas: los siempre buenos amigos, gente nueva, viajes magníficos, curiosidades satisfechas (eclosión de nuevas), ruidosas fiestas, ternuras infantiles, incursiones gastronómicas, epifanías vitales, lecturas paliativas, bellezas consoladoras…

―“Más importa la menor carta del triunfo que corre, que la mayor del que pasó”, mi sabio y admirado Gracián ―me digo rozándome las palmas de las manos como si barriese el polvo de lo tosco y feo que el año en ellas me ha dejado.

Y así, viendo alejarse toda la nada de este año, recuerdo el poema de Carver (Miedo) y pido al año nuevo no tener tanto, ser más valiente: palpitar borrando torpezas.
Se me activa la mente. Pues eso.

Abandono el lecho conyugal. No puedo dormir. Enciendo la televisión.
Creo ver una señal: le guiño el ojo al 2010, flirteo y me propongo seducirlo (aún me quedan abejas para esta miel); me escurro en el sofá de mi salón sin más luz que la que nace del aparato: "echan " Tierra de audaces.



jueves, 24 de diciembre de 2009

Hacia la luz




Estos hombres, a fin de cuentas, obtuvieron todo cuanto la mano puede alcanzar con el brazo extendido. Variaba en ellos la longitud del brazo; en lo demás, eran iguales. Nunca conseguí sentir envidia de este tipo de gente. Siempre pensé que la virtud estaba en obtener lo que no se podía alcanzar, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir, en fin algo difícil, absurdo, en vencer, como obstáculos, la propia realidad del mundo.

Pessoa, Libro del desasosiego

Entendí perfectamente la soledad del entrenador, su recogimiento, el respeto del grupo a una individualidad marcada, la fotografía del logro, el beberse el esfuerzo, la renuncia, el miedo, la soledad. El triunfo entraba por la boca, como un día dicen se abrió el mar. No es un secreto que admiro la profesionalidad, ni que veo en Pep un ejemplo pulcro, rotundo de la negación de la mediocridad. Lo sigo desde aquella primera publicación en prensa: nuevo entrenador del Barça. Pero no es sólo eso. Hoy no.

Supongo su vida entera, el recorrido, la realidad soñada concentrados en aquella exposición de su intimidad. Aquello empezó entonces. Quizá cuando era niño, cuando subió los primeros peldaños, cuando firmó algún que otro papel donde dijo no y acató las servidumbres del sacrificio. Cuando no pudo ser y cuando fue. En la quietud del fracaso, allí mientras no abrazaba lo entero sólo la superficie, imaginando lo que no se podía alcanzar.

Pero fue. Sucedió. Caminó en la estela hacia lo eterno. Y en lo grande debió de sentirse aquel niño con un balón bajo el techo de las copas. Se desnudó de lo adulto y se quedó con aquel temblor de los labios infantiles: la metáfora de las lágrimas.

Hoy es Nochebuena y he visto a un pequeño de seis años romper con la maldición tatuada en su nacimiento. No podrá, no llegará, no progresará.

Sé de su nacimiento entre máquinas y ruido, de su desconcierto, de su pánico.

Luces sin mamá.

Atado a una máquina, enchufados su latido y su respiración. El peso de la vida en tres kilogramos de carne titilando. Su recurrencia hospitalaria. Su debilidad: ingresos, percentiles bajos, crisis en morado al mezclarse sangre limpia, sangre sucia; lo cianótico bajo sus ojos, sobre su boca. Nunca rozó el abandono. Nunca.

Un año más. Otro.

Y otro.

Al pasar esta mañana por la meta, uno más entre todos aquellos niños fotografiados en la fiesta de los atletas, Las Mestas de Papá Noel, en su primera carrera, sin otro testigo de su fuerza que yo, sentí todo el peso de la magia del espíritu navideño. En su esqueleto, musculatura, órganos y vísceras era una etapa más, pero el hombre es un ser simbólico: el temblor de mi metáfora.

Bajo la lluvia, de vuelta entre sus manos, me parecía que la decoración, las luces, los espumillones, la gente hormigueando entre paquetes y lazadas tenían su función; un mundo dentro de otro mundo.

Plomiza la vimos.

Allí se alzaba: Francisco Fresno no supo que en su acto de creación había esculpido Hacia la luz para una criatura de rostro infinito que la miraba, capaz de todo, como a un tótem tallado para su hazaña.

Nos quedamos en medio de un cruce, la rotonda de Albert Einstein, disfrutando el emblema, cultivando en el ojo las celdas ambiguas que roturan lo gris. Es nuestro presente rodado de ayeres; de pie, pequeños y ceremoniosos, en este día, en que él y yo veneramos su virtud.

La dejamos atrás. Los dos, habitados de una suerte de gloria, atrapados en aquella metáfora, nos recogimos camino a casa.

Hoy es Nochebuena. Por primera vez, para mí, lo es.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Dedicatoria doméstica (Mis hombres II)

Sé que no era un buen momento. Y que no era justo, claro que no, tú lo dijiste. Sentimos el entorno como el molde que nos hace. No es verdad pero, como le pasaba a Einstein con el tiempo, es una ilusión tenaz. Las cacerolas sin fregar, las sartenes al fuego, los niños en su faceta más agotadora; un viernes sin horizonte es como un bajorrelieve y uno, una debe ser la figura que lo rellena, aquello que talla ese entorno. Seguramente te sentías sin extensión y quizás hasta desaliñada, hermosura apagada por la tos, la grisura, el peso de la tarantella cotidiana. A todos nos pasa. A lo mejor tengo estos días la pulsión de salir, oír música o ver algo distinto porque no me gusta el bajorrelieve de los días Koljós. Tus peroles y la cuesta arriba que eran las sardinas sin freír o la indolencia de tu compañero sólo te hacen, qué palabra tan bien hallada, “posible”. Conmovedora e ilusionante. Sin relación con el momento, porque sí, pero justo en aquel instante y cuando me fui, es decir, ahora, me sentí, me sigo sintiendo arena para ti. No agua. No luz. Vulgar e invisible arena.


Son esos momentos que me parece no tener qué ofrecerte que puedas amar o que te pueda servir de algo. Supongo que a veces siento eso porque es difícil no abrazarte, abrazarte muy fuerte. Tienes razón en lo de la compatibilidad o la coincidencia. Existe el amor en la diferencia, en la pobreza, en la mediocridad, en la vulgaridad física. Pero cuando un amor intenso, que a saber de dónde viene, se deja adornar por la compatibilidad plena y la complicidad: por el dinero que deja viajar y oír música como alarido y aleja las cuentas ansiosas; por el talento que provoca admiración; o por la belleza que arrebata; cuando el amor se deja adornar por todo o parte de eso, qué ancho es el mundo cada día. Qué vivo luce uno en los espejos. Ojalá sepa ser algo de todo eso. Tú lo eres todo a la vez, como una maldición.


Sé tu hastío y tu tristeza. Yo ahora sólo puedo decirte seguro que estoy enamorado. Y que quiero hacer cosas que tú ames. Es humano intentar atraer a quien tanto se quiere. Pero en tu caso además es confiarse a la mejor brújula. Lo que tú quieres siempre indica el camino correcto. Me faltó un abrazo muy largo. No me dejes. En esos ojos todo cobra sentido.


Te beso


PD. Te contemplo con avaricia, como si fuera un despilfarro el tiempo que paso a tu lado mirando para otra parte. Ojalá supiera pintar.


sábado, 12 de diciembre de 2009

Desasosiego

Para la hermosa Chus, su luz, sus ojos claros. Su azul
Dios me creó para niño, y me dejó siempre niño. ¿Pero por qué dejó que la Vida me golpease y me quitase los juguetes, y me dejara solo en el recreo, estrujado con mis manos tan débiles la bata azul sucia de lágrimas copiosas?
Pessoa
Supongo que estábamos allí. Nada más. Simplemente no me permito la superchería, la magia, la perversa intuición. Son palabras peligrosas, dialéctica de Poliburó, que encierran grasas históricas, prótesis para órganos atrofiadamente enfermos por funciones anómalas.

Confiesa, digamos que Gabriel, que está harto del tema, de cada declaración de un obispo, de un cartel en garfios pro-vida, de una glosa moral más. "Que se acabe ya. Que el debate escriba un punto y final. No somos lo que decimos, somos lo que hacemos".

-Ya se movía.


Silencio. Sorbíamos el café bajo los arcos del Auditorio. Alrededor camisetas rayadas, cortes de pelo como cascos asirios, chapas reivindicativas: todo geométrico, de izquierdas, aquella compañía prometía que lo rebelde aún puede sobrevivir.
Era hija de un obrero. La mayor de cuatro hermanos: impulsiva, tierna, con cuerpo de dictado feliz. Miraba el mundo, en piedra, madera o ramaje, desde lo azul. Tinta y agua. Ojos donde cualquier hombre hubiera matado por un turbado reflejo; ser cónsul de aquel imperio. Sólo tuvo suerte una vez; pudo equilibrar, ajustar velas, cerrar el abismo. Todo a cambio de aquel hombre. En él, con él, cierta expresión de justicia le fue inoculada. Cuando tu propio cuerpo es quien inficiona corres el riesgo de que te preñe de ira. Él trajo la calma, desterró el desasosiego; la apretó y se arracimaron. Desde entonces, duerme.


Siguió escuchando a Gabriel. Pensaba que él era obsceno, lo era en sentido etimológico: fuera de aquella caja de resonancia donde un día todo fue agua. Muchos mitos cuentan que en el origen solo había una inmensa extensión de líquido (la boca se llena de arcanos: Japón o Mesopotamia). Para otros, al principio sólo existía el vacío: abismo; caos. Cuando nacen los dioses alguien crea la palabra calma. Cuando nacen.
Los dos callaron. Para servir a los dioses, a sus vergüenzas, a sus miedos.


Le volvió al hombre la palabra como esos chasquidos de los viejos mecheros de piedra. El tono de su voz, que antes recordaba displicente, se abrió cálido, como el siroco que ruge en este diciembre que no se deja envejecer.

-Ella está bien. Yo la cuido.

Cinco meses y algún día más. Malformaciones en los conductos renales, pegotes de glándulas ovales, probablemente no pasaría de las veinticuatro horas si la gestación llegaba a término.

Yo acariciaba, en un ademán febrífugo, mis pendientes aciculares. Sólo escondía las manos.

-"El tiempo" decía la familia, como si fuéramos proscritos, "Sabemos dónde, aquí cogéis un autobús, allí seis horas más tarde, dos horas después y todo habrá acabado". Como si huyéramos, como si reflejásemos criminales, como si, apestados, ella y yo fuéramos conducidos a la Isla Negra.

La Venecia de Mann. La Lisboa de Alberto Caeiro. Él me las describió en las sirtes, sobre las siluetas con las que la montaña sombrea las carreteras secundarias.

Miré los arcos. Simulaban termas romanas. Apreté Fin, la novela que me había llevado por si el curso era como los de siempre, por si nada interesaba más que la firma y un crédito añadido a los beneficios de un perverso baremo que estoy obligada a rellenar. Trataba de acariciar falsos anillos que rodearían un posible tejuelo. Me sobraban las manos. Y el vientre.


-Él llegó, sabes. El primero nos dijo que no parecía claro, que la visión era difusa, que debíamos reunir varias opiniones. Que quizá, acaso, tal vez. Luego, supimos de boca del segundo que aquella vida se construía sobre un error de la naturaleza, un farol biológico.


No sigas, pensé. Apenas te conozco, vecino de banco, cómplice de un episodio de aburrimiento. No sabes quién soy. No sabes a qué renuncio. No sabes mi cómo ni mi cuánto.


-Este era de fiar. Nos informó de la situación, de los plazos, de los requisitos legales y del papeleo. Lo que más nos iba a llevar era el consentimiento. Cualquiera de aquellos, no sólo el médico, sino el celador que la llevaría (llamémosla Carmela) hasta el quirófano, el anestesista y su epidural, la matrona, la enfermera, cualquiera, he dicho, cualquiera podría objetar. Se comprometió a que se realizaría en el hospital, que los días orillaban el límite, pero que sería posible.


Mi madre dice que tengo cierto imán para recoger palabras de dolor ajeno: "En vez de orejas, me naciste con alma de expiación".


-Y encima la semana de espera hasta el compromiso de las piezas: una tras otra.


Olía a fritura. Techos altos.


-Todo fue rápido. Un parto sin dolor. Por la amiocentesis supimos que no será recursivo, pero aun así vino la autopsia posterior, ellos crean eufemismos Estudio anatómico; el quemazón de la espera. Sin salud mental, sin programas de ayuda. Carmela, no obstante, tiene estrella.


La anécdota fue cierta.


-Lo dicho, una gran cremación: ardiendo todos. ¿Subimos? Quedan cinco minutos para la segunda intervención.


Sobrio el auditorio. Novilunio tras el cristal. Yo, aparentemente entera, como una niña superviviente en mandilón que un día fue scout.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Jaculatoria

Hay coyundas que sólo caben en los sueños. Hay sueños que caen en la tentación de las realidades.

Trato de expresar mi gratitud a la que llevo a cuestas todo el día. Antes de abrir siquiera los ojos me quiero: Qué bien, otro día más conmigo misma. No siempre resulta, saben, pero mi terapeuta me dice que lo haga y yo obediente como un reflejo ejecuto.
Conductismo.

Visualiza tu día como un gran lienzo donde vas a escribir lo que quieras, pinta tus deseos y copia cien veces tus afirmaciones.
No más sumisión que la de mis nuevos pensamientos.
“Nadie actúa libremente si no es dentro de su mente; el genio es la voluntad de pensar”. Simone Weil dixit.
Todavía con los párpados caídos, pude recordar, seré endiablada, las consecuencias del sueño. Láudano para el cuerpo: el aliento masculino aún bogaba por mis encías.
Había pasado la noche entre las caderas de un hombre, un híbrido posmodernista: cuerpo de mi monitor de cardiotono, mente e ironía de Francisco Ayala y voz de Malamadre, Luis Tosar en Celda 211, (no pregunten, en los sueños las cosas salen así y a mí el punto macarra en oído siempre me ha revuelto las feromonas). Con cara manzana y la relajación propia del largo combate dije en voz alta “Doce veces”.
No creo que el origen del malestar tuviera que ver con lo codificado, sino más bien con el tonillo con el que yo aliñé el enunciado. Mi costilla saltó como un resorte. Tuve que abrir los ojos.
―¿Qué “Doce veces”?
Inspiro, expiro, me monologueo en silencio: “Eres maravillosa y te quiero. Éste es uno de los mejores días de tu vida. Todo lo que sucede, sucede para tu bien…”
―Estoy esperando.
Subo la sábana, me cubro el desnudo y me agito como un perro que se quita el agua del pelaje. Me siento en la cama y me concedo apenas un par de segundos para pensar.
―Un sueño, mi amor.
―¿Y?
Recuerdo, entonces, un vídeo de esos que te envían tus amigas sobre las diferencias entre hombres y mujeres y que alimentan estereotipos y roles. Es un monólogo donde un gran hombre explica la diferencia de respuesta según el género, a partir de un distinto tabicado de nuestra mente. Resumiendo la tesis de la historia, nosotras tenemos un amasijo de cables interconectados y ellos cajas estancas donde cada pensamiento no toca el anterior y donde hay una caja mágica, “la de la nada”, la que les hace contestar “Nada” y ser verdad que no piensan en nada.
Apostasía. Cruzo de sexo.
―Nada.
Fue mucho peor.
No muestres tus vergüenzas, me sugerí.
Me vi fabulando con Freud, contextualizando datos, “No sé, la muerte de ese hombre tan coherente, sus ensayos, la República, la película que fuimos a ver, Tosar, el típico feo que me gusta, los picos de ovulación, la lectura de Ofertorio antes de dormir…”
Ni yo misma sabía qué demonios significaba un sueño hasta que en el patíbulo de la almohada tuve que confesar al que comparte cama, cuerpo e hipoteca aquella ¿infidelidad?
―Vale. Te creo. Voy a hacer el café.

Seguí con mi monólogo interior. Comunicación, comunicación. En pareja todo pasa por la comunicación. Las relaciones amorosas no siempre son románticas, al menos en la expresión verbal. Yo soy romántica, lo sé, locuaz, también: celebro con el lenguaje mis emociones, con mis gemidos mis perversiones. El amor contiene muchas variantes de la alegría y la ilusión, pero también incluye siempre la vulnerabilidad (“el amor es ya un algo de arrepentimiento”). El amor se expresa declarándolo y describiendo a la persona amada. Por eso se dicen te quieros y por eso se dicen piropos. Pero también exhibiendo vulnerabilidad. Por eso se dice qué sería de mí si me dejas, por dios no te mueras, no me olvides. No se dice porque se sienta peligro de muerte o abandono. Se dice para expresar así soy de débil ante ti, esta sería mi herida. Bla, bla, bla. La confesión estaba a muchas verstas de allí, pequeña Scout.
Con todo, aquel aleluya de la comunicación se agostó. En lugar de la logorrea, salté de la cama blanca y ancha y me insinúe mimosa: donde la palabra estalló el gesto. Aceptó la fisiología de mi exhibición, los rudimentos de mi carne para el perdón, la intensidad de mi coquetería.
En la ducha, no obstante, tuve que borrar los recuerdos de la noche, el cuerpo seguía revoltoso.
Doce veces. Abrí el agua fría.
―¿Cuántas de miel?
―Mmm, no, no quiero. Gracias. Hoy solo y sin dulce.
―Vaya, yo que te iba a echar una docena…
Que una tenga que hacérselo en sueños con un mutante para que la costilla le haga el desayuno tiene bemoles. Una taza de porcelana, dos servilletas, el zumo de pomelo, la mermelada de arándanos y un platito con galletas. Cierta intuición me llevó a contarlas. Casualidad o no, allí había justo doce galletas.
Todo está bien. Me amo a mí misma. Ommm…
―¿A qué hora tienes la conferencia?
―A las seis.
―A las doce entre dos. O sea que por la tarde vamos juntos a llevar a los niños al cumpleaños de Manu.
―¡Ajá! (La inferencia de la presuposición me la tragué entre saliva, así sufrió la interjección).
La gripe A me había dejado la clase a medias. El conserje entró para decirme que sólo tendría una docena de alumnos: una fassi en medio del zoco.
El cuento que compré para Manu me costó doce euros y los mastuerzos Gormitis que escogieron mis hijos, como añadido, otros doce.
―¿Sabes dónde vive el tal Manu?
―Sí. La casa está en La Pipa, pondrá globos para anunciar el cumpleaños. No tiene pérdida.
Vimos las bolas de color al aire.
―Siete, diez, doce. ¿Te fijaste que son doce esferitas?
Inspiro, expiro. Todo es luz en mi interior. Me saboreo, me huelo, me acepto.
―¿Te llevo a Avilés?
―No, no hace falta.
―¿Volverás antes de las doce…?
Eran doce, por descontado, los alumnos presentes para el curso. Todo fue sobre ruedas. Era mi vuelta al público adulto. Hacía mucho tiempo que no impartía un curso sobre Pragmática. Después de la introducción sesuda, repartí los textos donde deberían comentar aspectos expuestos en la teoría. Leímos un cuento atmosférico, algo sobre vampiros, el genio, isotopías de Greimas, Nietzsche. Se trataba de localizar índices y síntomas que conducían a un efecto emocional que permitía la alta accesibilidad de ciertos supuestos. Yo tenía subrayados todos y cada uno de los elementos a comentar. Menos uno.

―Perdona ―me interrumpió Consuelo, como si me fuera a herir su intervención.
―¿Sí?
―No hemos hablado del número: La mañana del 12… Quizá no cayeses en la cuenta de que tanto éste como el 16 eran cifras malditas en Roma…
Ya no escuché más. Mi cabeza asentía como los perritos móviles que en mi infancia cubrían las bandejas de los coches, pero mi mente me contaba una historia mucho mejor, un relato ostensivo de una relevancia tal que concitaba todos mis esfuerzos cognitivos.

El texto gustó. La clase gustó. Yo me gusté, me acepté y me aprobé. No quise ir más allá.
A la salida me encontré con él. Al menos hacía diez años que no nos veíamos. La última vez nos recuerdo besándonos correcto (lo sé, se me ha colado uno de esos adjetivos adverbializados, interferencias de la Nueva Gramática cara y amarilla que se abre en mi mesa de estudio como una sulfúrica y magnética caldera).
Estaba guapo, como siempre. Probablemente el hombre más bello a quien yo había amado. Elegancia, inteligencia, exquisitez. Su cara, como un relámpago, alumbró esa zona de la memoria donde él se celebraba de mis carcajadas en un baño de Estambul.
―¡Qué sorpresa!
―¡Estás mejor que nunca!
―¡No…Tú sí que estás bien!
Me contó que había vuelto a Asturias después de un largo exilio voluntario. Que tras aprobar las oposiciones al Cuerpo de profesores de Secundaria pidió plaza en Mallorca. Que este año había regresado y que en concurso de traslados se le logró Avilés. Que había ido a escuchar la charla de un amigo. Que seguía enganchado a sus cosas: la natación, los viajes exóticos ("¿Has estado en la Patagonia? Está hecha para ti"), los buenos caldos, Cioran…
Noviembre entraba con fuerza. Nos lamió el agua cuanto quiso. Prometimos volver a vernos, llamarnos, comer juntos. Esas palabras de acción proscrita, cuanto menos generosas o cordiales o yermas.
―Luces preciosa, la edad te sienta bien. No seas perezosa, no dejes que pasen otros doce años.
Me amo a mí misma. Inspiro. Expiro.
Al abrir la puerta sonaban Los guajes en vinilo. Ganas de matar. Apagué mi capacidad inferencial.
Me quité aquella ropa empapada, besé a los niños durmientes, me acerqué al salón. Verbalicé los resultados de mi puesta de largo lingüística, escuché las postrimerías de la fiesta infantil, me tiré sobre el sofá en plancha. Centauros del desierto desplegaba como un cometa su magia.
―¿No nos acostaremos después de las doce, Cenicienta?
Reí. El lenguaje del humor: magnífico tesoro.
Y no. No nos acostamos después de las doce. Pero sí nos dormimos más allá de la medianoche.
El cuerpo no miente. Es esa melodía interna, que aparece, enredada en carne, para alumbrar un espacio evanescente; es allí donde te dejas llevar sobre una danza que marca un compás perfecto. Y todo sigue, a un son de pliegues, humores y ritmos oscilantes. De pronto te das cuenta de que llevas al otro viviéndote dentro, que ya ha amanecido y que la noche se te ha ido cabrioleando. Bendito vigor.

―Hace mucho que no teníamos un baile como éste.
De nada hace mucho (Escribió la Hempel).

Al apagar la luz, saboreé aquel renacido apetito.

“En la amistad como en el amor, uno debe guardar para sí sus zonas de misterio”, Tahar Ben Jelloun. Así que al cerrar los ojos, aún tibia la bula, conjuré a mi Frankestein onírico con la curiosidad de desenmascarar a quién o a qué remitirían sus añadidos, la prótesis que aquel día habría dejado en el replicante, la aureola de la depravación...
Susurré mi súplica: "Que sean doce... Por favor".