lunes, 9 de enero de 2012

Un diálogo entre salamandras



Ahora, dijo ella, ¿sabes?
cómo me siento? No, dijo él,


no sé nada.
Soy solamente, como tú me has descrito.


ceniza en una urna. No, dijo ella,
eso no es lo que quería decir


cuando lo dije. Eres todas las cosas
y además eso. Es la ironía


del lenguaje quien te ha descrito así.
Reducido


al después del dolor
que durará toda mi vida. El dolor


hasta la raíz del pelo de una madre
cuyo hijo ha sido barrido del mundo


por la escoba punzante
de todos sus fallos involuntarios.


Lo que ella había querido decir es que
el cuerpo como ceniza es insuficiente.


Mary Jo Bang, "Ahora", Elegía (Traducción de Jaime Priede)


Su hijo llegó a casa una tarde de diciembre, al cierre de trimestre, iniciando las vacaciones navideñas, contento porque en su clase habían votado su redacción como la mejor del mes. "Mami, quiero ser escritor". Casi se le cae a la destinataria la maternidad al suelo. Ella le dijo: "Pero qué bien, cariño". 
Estaba tan ilusionado, tan embarcado en su alegría, tan protegido de su natural timidez. 
El pequeño es materia de sueño. Hace unos años su crecer les había parecido ese número que un día les dijeron que se llamaba, ocho tendido, infinito. También pensar que un día sería un niño mayor y no aquel bebé delicado y enfermizo. Saber que desaparecerían mientras negociaban el miedo y su frío. 
Hoy ella se encontró con aquella amiga bajo cuyo nombre, en lo de adentro, le está creciendo un bulbo. 
Parpadea repitiendo la genética de su madre. 
Parpadea repitiendo la genética de su padre.
Le contó que sentía vértigo, cierto desasosiego, algo de estupor, miedos difusos, ilusiones, jaretones en las rutinas. Y amor. Eso es un hijo, un vínculo hecho de la más bella y delicada de las sedas, a tirones de sangre, sobre un plano tramposo; dónde las arenas movedizas, la cabeza de dragón, el azaroso dado de la muerte; un cordón que nunca rompes. Jamás la soledad, el egoísmo; carne tuya esparcida y doliente. Afuera, entre el peligro. 
Perder un hijo, a veces basta la potencia de un hijo, la amalgama de células suyas y tuyas en coágulos vivientes, multiplicándose, queriendo emerger, es "este laberinto incompleto". 
Porque un día como hoy hace años, casi tantos como sus dos manitas llenas de dedos, cargaba en su cosecha ese pequeño cuerpo dentro de su vientre, imaginaba sus límites, los sonidos, el tono de piel, su olor. Porque ha llegado otro. Y después un hueco que silba de vez en cuando lleno de células de aire, apretando angustia, como un pequeño vestido que cuelga en un tendal sin carne. Le da el sol. Asfixia. Y que no fue pero dejó cicatrices, límites sin vísceras, un boceto, visitas en sueños; también fue huella de un amor. Porque puede decir que ese que escribió y a quien premiaron sus compañeros está aquí y es suyo, ven donde yo proteja, igual que el otro mientras conjura la tragedia, soplando fuerte, lejos los malos espíritus, borda sus pieles de besos, lamidas, pereza en el tacto. Es su hijo y una tarde de diciembre llegó a casa diciendo a su madre que quería ser escritor, a ella le daba igual cualquier afán, el tipo de vocación: carpintero, verdulero, observador de estrellas; solo quería que esa pasión que lo iluminaba como si se meciera del lado de la luna se quedase en su rostro para siempre. Ese niño escribió esto:

Un diálogo entre salamandras

"¡Sííí! Así es. Estaba yo en un lago e iba a escribir un cuento pero no sabía de qué. De repente, vi a dos salamandras y pensé ¿por qué no escribir un relato sobre ellas? A fin de cuentas son buenas protagonistas. Y ahora que ya lo tengo escrito os lo voy a leer:

Era un día caluroso, estaba yo tumbada bajo los cálidos rayos del sol. Entonces vi a alguien ¡Anda! –decía- ¡Venga, Alberta!... De pronto me desperté, íbamos de excursión a una casa. Cuando llegamos yo me perdí. Claro, era tan bonito todo. En ese momento vi a una señora que me cogió tan fuerte que me desmayé. Al despertarme me di cuenta de que estaba en una pecera. Cada vez que veía a esos niños me hacían mucha gracia. Un día reparé en que su maestra (la señora que me capturó) tenía otra salamandra ¡Era el tío Flint! (un borracho perdido) y lo metió en la misma pecera en la que estaba yo.
-Salud, ¡hip! –me saludó-. ¡Eh, moza, hip, otra botella de ron, hip!
Yo le contesté:
-Flint soy yo, Alberta.
-Anda, Alberta, ¿qué tal? ¡Hip!
-Bien ¿y tú?
-¡Hip! Bien.
-¿Cómo te atraparon?
-Me emborraché y cuando resbalé, me hundí. Muchos peces me golpearon a aletazos y acabé desmayándome. Al despertar me cogieron y me metieron aquí.
Pasaron los días. Yo no dormía porque Flint roncaba, así que lo pasaba fatal, sentía añoranza de mi familia, de mi casa, de mis amigos...
Al final los soltaron y así termina mi historia, una historia muy interesante ¿verdad?"
T. C. C.




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