viernes, 23 de abril de 2010

Un hoy

Para Teso


1. Antes y después del lenguaje



—¡Parece que ya viene! —anunció el criado saliendo de detrás de los portones.
Nicolái Petróvich se levantó y se puso a mirar hacia la carretera. Apareció una calesa […]; en su interior se podía distinguir el bordillo de la gorra estudiantil y el contorno familiar del amado rostro.
—¡Arcasha! ¡Arcasha! —gritó Kirsánov corriendo y agitando las manos … Al cabo de unos instantes sus labios ya rozaban la mejilla imberbe y polvorienta del joven licenciado.
[…]
—¡A ver, quiero verte! ¡Quiero verte!




Las puras palabras, sin soporte visual real o imaginado, en el esperado reencuentro de un padre con su hijo no serían siquiera material a granel desordenado. Cuando el padre recibe al hijo recién licenciado en la Rusia señorial, las palabras saltan como lascas del encuentro y por sí solas serían restos caídos y esparcidos sin recuerdo unas de otras. Turgueniev utiliza sus palabras de narrador para que nuestra mente conciba los gestos enérgicos, emotivos y a duras penas contenidos en los que las palabras de los personajes arraiguen y encuentren el nutriente que les dé sentido conjunto.
Hace tiempo, cuando no había palabras, las emociones eran también menos matizadas, como un espacio sin tabicar y sin forma clara. Pero había emociones y en ellas gestos. Nuestras emociones, y con ellas nuestros ademanes, nunca fueron sólo una experiencia interna, enclaustrada en nuestra intimidad. Siempre estuvieron teñidas de intencionalidad, en sentido filosófico (de “aboutness”, si recurrimos al extraño y encantador abstracto con que la reformularon en inglés). Esto es, no sólo nuestras emociones tienen su causa en el entorno. Son también manifestaciones dirigidas hacia ese entorno, perviven en cuanto su efecto en las circunstancias las hacen adaptadas. Porque nuestras emociones afectan a lo que pasa alrededor de nosotros. Y en nosotros, los mamíferos, las emociones en buena medida son disposiciones de conducta social y activadores de conducta social en los otros. Buena parte de nuestros ademanes y de nuestros actos comunicativos eran señales de lo que se podía esperar de nosotros y nuestro comportamiento y, en consecuencia, señales de qué conducta se podía tener con nosotros. Así era antes del lenguaje y así sigue siendo. Arkadi, Arkasha, recibe de su padre por enésima vez señales de cuánta complacencia se le dedicará en esa casa, cuán disponible es todo para él, qué vulnerable es su padre al gesto que le dedique a su nueva pareja, Fénechka, y a la quiebra que supone la residencia de esta en la casa paterna. En los pasos siguientes todo serán actos de aceptación o frialdad, de cercanía o alejamiento, de calor o discordia. Unos se posicionarán con respecto a otros y sus actos comunicativos, antes que nada, tejerán el hilo invisible pero firme de relaciones sociales. Como siempre fue con los mamíferos.
El lenguaje fue llegando después y se fue plantando en este suelo fértil. Lo cambió tanto que a veces lo oculta de nuestra mirada. El lenguaje creció tan alto y tan lejos del suelo en que se funda que a veces podemos hablar de una forma declarativa, como si ya fuéramos otra cosa que mamíferos. Pero el nutriente le llega del mismo sitio y le condiciona la estructura. Somos incapaces de oír a alguien decirnos que son las cinco y diez sin interpretarlo como si nos preguntáramos “y qué tiene que ver conmigo el que me hayan dicho la hora que es en estas circunstancias”; esto es, sin interpretarlo como un acto social, como una conducta de otro hacia nosotros. Si miramos el lenguaje de arriba abajo veremos que no está entero. No es una criatura completa. Como las sirenas mitológicas el lenguaje sólo es mitad lenguaje y la otra mitad sigue siendo esos ademanes que acompañan a nuestra conducta hacia los otros. Esas miradas, movimientos de manos, esa distancia corporal o ese tono de voz no están acompañando al lenguaje. Son la cola de la sirena y sin ella el lenguaje se secaría en gruñidos sueltos y finalmente en un ruido más con el viento o el agua.


Enrique del Teso y Natalia Cueto Vallverdú, Comunicación no verbal



Hace años conocí a una de esas personas que cambian el rumbo de los acontecimientos. Fue, es, ha sido y sigue siendo mi maestro. Pero las palabras están cansadas. Se pervierten. Sobadas y manidas se dejan en cada boca que las articula, en cada tecla que las registra, en cada línea que asienta un texto. Una mujer que se da por amor no se prostituye. Ya no. Hoy y aquí el investigador científico, el médico y el psicólogo son categorías claras y diferenciadas; un día toda su semántica cabía en la palabra hechicero. Por eso, cómo escribir que también es mi amigo, mi sosia, mi nigromante, mi compañero cuando corro, a quien llamo en el grito alegre y en la asfixia de la pena. O en el tedio.


Vida sólo hay una. Pero tiene sus partes. Hay que aprender a vivir y a querer. Algo parecido escribió Cesare Pavese. Yo leo por muchas razones: entre otras, por habitar otras vidas. Mi estética y mi épica serían distintas si él no compartiera la real. La que se teje en nuestros objetos; sobre mi mesa de estudio: el último dibujo de mis hijos, los apuntes sobre el siglo XVIII español, una fotografía de mi abuela Gilda, Diario de lecturas de Alberto Menguel, la página 151 de Relatos autobiográficos (Thomas Bernhard) bajo un marcador de páginas que me regaló mi alumna Irene, la botella de agua con zumo de manzana, una carta-piedra que me trajeron de Lanzarote, mis gafas rojas, la regla de madera y un cubo de lápices bien afilados... Lo que nos describe. Lo que nos explica.


Si ahora mismo me muriese, el vestido que hoy cuelga de mi percha, tras la puerta del dormitorio, junto a mis medias, retendría para mis pequeños la fragancia de su madre; esta mesa, la cartografía de mi último presente; el texto que encabeza mi entrada de hoy, parte del último trabajo de investigación que hubiese querido terminar; mi móvil y mi correo electrónico, odre de mis afanes afectivos... Todo, símbolos de dónde me detuve. Quién era.


No pienso morirme hoy. Por eso, esta tarde volví a recordarles a mis pequeños que soy inmortal. Y en esa fantasía me empeño, llenando sus días de los gestos que espero nutran ese espacio de cobijo afectivo que será el recuerdo del amor materno.


Tocaba merienda especial, como cada viernes. Lo que ocurre es que fue temática. La culpa la tiene Babymouse. Verán es una novela gráfica donde una ratoncita, en único color rosa, amiga de Jimmy Comadreja, gregaria del cine de ciencia ficción de serie B (o C, o Z, si me apuran), siente la necesidad, como adolescente que es, de integrarse en el grupo exclusivo del instituto. Para ello, se vende en la antesala del infierno, creyendo que de ese lado (con las gatas de bigotes planchados, fiestas de pijama, palimpsesto de chismes) está la felicidad. Como es una roedora lista pronto se da cuenta de que la reina del universo es ella: la que disfruta del cine, de la amistad verdadera, de los libros y de las estupendas madalenas glassé que hace la madre de su amigo Jimmy Comadreja.


La novelita gráfica les encantó, así que hoy decidimos que en su honor el rosa sería el motivo de nuestra sobremesa. El libro ya lo teníamos, en el DVD los episodios completos de La pantera rosa que Miguel Cane nos regaló por Navidad, en la bandeja: bebibles de fresa, rollitos de jamón de york, fresas con leche y azúcar y dos pastelitos rosas, pura bollería industrial (desconozco la receta de las madalenas glassé).


San Jorge nos llevó a comprar dos cuentos y un libro de regalo a la librería de la esquina de la plaza, porque los pequeños estaban muy cansados para acercarse hoy hasta Paradiso. Nos compramos en lugar de una flor, un kalanchoe: nos gustó el nombre (ya son caprichosos con la eufonía) y sus flores de un vivo color rosado. Además, esta planta nos durará toda la primavera; el chico de la floristería del barrio nos explicó que era de fácil cultivo.


Así se nos fue la tarde.


Mi maestro también vive en mi mismo barrio, anclado en mi memoria, cerca de mi calle. Solemos encontrarlo en nuestros recados, después de que los gnomos llegan del colegio o en el parque al lado de la biblioteca, ellos gritan su nombre, aplauden su optimismo y trepan por sus piernas hasta robarle el abrazo y el beso; a menudo, nos tropezamos en el bar tres esquinas más abajo de casa, donde vemos (o más bien sufrimos, "lo normal") los partidos de fútbol de nuestro equipo...


Nada sería igual sin él en nuestro paisaje. El tiempo fue ensanchando la semántica de su nombre.


Creo que nunca se lo he dicho: los mediterráneos somos muy ágiles en la crítica pero tremendamente austeros en verbalizar los sentimientos. Una constante en nuestra literatura es la incomunicación; el malestar locuaz, la falta de educación sentimental, especialmente con la palabra.


El libro de regalo era para él. Uno de esos títulos que comentamos, lecturas que solemos cruzarnos, recomendaciones mechadas del gusto y las citas. Un gusto que hemos ido cincelando en este recorrido casi familiar que empezó en un pasillo, como un aldabonazo, hace más de diez años. Así que hoy quiero dedicarle esta entrada.


En el mercadillo del instituto compré a Julita, la bibliotecaria, unos cuantos volúmenes, casi todo curiosidades. A estas horas terminé uno de ellos, breve, divertido, cínico, nostálgico; lámina que lija, rasposa, con vocación de crónica ácida, toda vez que se sirve del humor más ágil para dar cabida al abanico de la risa. Tengo la sensación, al pasar la última página, de haber cambiado de clima. Insisto: es una curiosidad: Crónica sentimental de España de Manuel Vázquez Montalbán. Yo no lo había leído.


Por ese transcurrir de tres décadas de la mitología erótica y sentimental de los españoles, identifico vicios y símbolos, inercias y dislates; entiendo que en cierto modo seguimos, bajo capas de posmodernidad y prótesis tecnológicas, siendo aquellos celtíberos salientes de la autarquía, bajo el cloroformo de la radio, la estética popular y el cinismo, sólo que con una pátina algo más brillante. Con la identidad más engolada. La suerte de haber pasado al nivel camaleón. Superficiales y resbaladizos, abonados a la belleza neumática y a la elegía folclórica.


La prensa registra: Samaranch ha muerto y España se detiene. Belén Esteban aparece como objeto de estudio sociológico en un diario francés y un hombre mata con una escopeta a su mujer al sur de nuestra ciudad. Pulgarcito tiene bigote y da charlas en un atragantado inglés mientras cultiva sus abdominales. La sinrazón de la justicia: siguen los de antes en el filtro más alto de la más alta torre. El fútbol y la cultura mediática. ¿Dónde la gran novela? ¿El foro de discusión y la profundidad del ensayo? ¿la cultura artística (música, pintura, danza, teatro...)? Escucho la radio. Señalan los títulos más vendidos hoy en las librerías españolas. Me pellizco porque los datos rebajan mi ya de por sí blanca palidez. Telefoneo a mi maestro. Esta noche tenía pensado estudiar, pero necesito una dosis de claridad en lugar de este revoltijo con textura de obviedades.


"¿En quince minutos un vino español rápido? Tengo madrugada de estudio". Asiente. Afortunadamente, no sólo es mi profesor, sabio y humilde, como los grandes, sino que como territorio afectivo vive muy cerca y a la cháchara elegida siempre sabe decir sí. Cojo el libro empaquetado, una florecita del Kalanchoe, mi mejor yo. Y la cola de la sirena.
Con todo, bendito lenguaje.


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