Dulce
peso
Dejar las cosas en sus días, Laura Castañón, Alfaguara, 2013
A mi tía
abuela María Meana y sus caramelos de violeta… porque Laura me la devolvió
“Los hombres viven la vida a
golpes: un nacimiento, una muerte. Las mujeres vivimos la vida como un río, hay
cascadas, remolinos, el agua, no obstante siempre mana”. En el centro de Las uvas de la ira: restos de lector al
beldar Dejar las cosas en sus días y
su eco.
Un presente sin límite, como
búsqueda, indagación, constructo de identidad; y un pasado finito, colectivo,
seminal, a través de un discurso narrativo en tres generatrices. Un narrador omnisciente que perfila el
núcleo individual de una familia compuesta por Benito Montañés y sus hijos, que
completa con la colectividad de un vecindario en una burbuja patriarcal, una
desazón, un paisaje moral que rodea el espacio origen (Pomar) y que remata en
personajes e historias tangentes que se enredan de la mano de una sociedad
quebrada por dos razas morales, la de
los vencedores y la de los vencidos. Un
narrador interno-protagonista, Aida, en el rol de bisnieta que reclama la memoria
histórica y que, como individuo, arcilla modelada, ejerce el periodismo
centrífugo (profesión) y centrípeto (qué fue ella, qué es, de dónde viene, por
qué su ser se ahueca ante la irrupción del amor maduro como un tornado que
convierte en borrosa la percepción de su yo atomizando cada una de sus certezas).
La incansable tarea de buscarse cuando el equilibrio se rompe por efecto de las
pasiones: “El amor nos deja sin argumentos y sin defensas”. Se sirve, además, de un narrador interno, personaje
secundario, catalizador y vórtice entre los dos pliegues temporales, aquejado
del mal del olvido (una vez más la memoria como bastidor). Así pues, estamos
ante una recración, el relato de lo que acontece a la famila Montañés a lo largo
de cuatro generaciones; el germen Bustiello, la colonia minera bajo el cinturón
del paternalismo industrial de Claudio López Bru, propietario de la Hullera
Española; dos paradigmas temporales: el pasado levantado en tres décadas (un
arco que transita hasta la Guerra Civil) y el presente (desde la
desacralización de la iglesia de la Universidad Laboral hasta el ascenso del
Sporting a Primera División el 15 de junio de 2008); y tres planos, la casa de Pomar
y su mundo; el presente de la periodista y bisnieta de Benitó Montañés, embarcada
en la memoria histórica y en la causa misma de su existencia; y, finalmente, Andrés
Braña que se balancea con el vaivén de dejar, o no, las cosas en sus días.
No hay partes empegadas. Suena
en contrapunto. Con unos personajes que crecen y se levantan y te empapan;
acompañándote más allá del propio texto; capaces de confiscar atención, sueño y
emociones. Probablemente porque rebosan carne; ni pintoresquismo ni
sentimentalismo gratuitos. He dicho carne. He leído carne. Colonizadores de
papel en vidas de lectores.
Plantea en el plano personal,
que no en el colectivo donde la tesis es clara y rotunda, la conveniencia o no
del olvido, la nada de Faulkner. Ya desde el título se nos muestra el cauce por
donde transita la escritura. La novela susurra, muestra, palpa. Resuena, se ve
y late. De fondo, cimbreándose, hermoso y terrible, el tiempo: “Todo es hoy.
Todo está presente. Pero también todo está en otra parte y en otro tiempo.
Fuera de sí y pleno de sí” (Octavio Paz).
La hilandera: Laura Castañón.
De pequeña, le cuentan que ya jugaba con papeles en la cuna; luego fue pez,
tallerista, programadora cultural, comunicadora profesional y bruja roja antes
que novelista, que no escritora; esto lo ha sido desde mucho o desde siempre. Mientras
crecía, amamantaba o cocinaba. Habitó hasta hace poco en la orilla de la literatura,
en su contagio, en su inquietud. La oportunidad de la novela llegó a su vida en
uno de esos marasmos con que la muy diabólica golpea y con la forzada quietud,
la extensión de la palabra convertida ya en texto. 554 páginas que un 24 de
abril de 2011 dijeron fin.
“La vida es la búsqueda
constante de un interlocutor”, segundo arnés de la novela. La cartografía de
las posibles relaciones amorosas se presenta en la novela de una forma
exahustiva, reveladora, intensa. Los modelos de enamoramiento pasan por el
escarpelo. El amor fraternal y protector; la pasión autodestructiva; El amor fou; la sugestión del incesto; los
amores infieles; la clandestinidad amorosa; la dominación; el fantasma de los
celos; el amor domesticado; la amorosa genealogía con los mitos familiares; el
amor de pago; las ternuras implacables; “el desamor con vocación de
perpetuidad”; los amores indelebles…
¿Novela del tiempo y la
memoria? Sí; ¿novela de amor? Rotundamente, sí.
Las curvas y la tenacidad de
la nodriza Camino, la locura de Sidra, el alma femenina de Manuel, los secretos
de la prima Begoña, la relación epistolar, incuestionablemente íntima y
desbocada de Aida y Bruno, la sombra de Asier, la inquietante lascivia de
Bartomeu, la adhesión de Efrén, el inquebrantable, noble y leal amor de Andrés,
la fascinación de Claudia por Ángel, la frescura de Paloma y Antón, las carnes
pecadoras de los prostíbulos, los árboles frutales de Migio en ofrenda…“Sobrevivir
es tan complicado que bastante tiene uno consigo mismo”.
Junto a estos dos temas
cardinales conviven, en la vocación por contar, un ancho y nutrido tapiz de
secundarios; complicado presentar esta elevada miscelánea sin revelar los
sucesos y tramas que alimentan la novela. Un friso esculpido en el detalle, el
mimo, la cita, la ocasión; nada de acopio gratuito. Impecable en la
particularidad de una piedra que cambia de color, de una planta medicinal, del
nombre y tejido de una prenda, de las rutinas que nos definen y nos devoran.
Hay una labor ingente de indagación y documentación en el conjunto de las
cincunstancias geográficas, históricas, sociales, políticas y picológicas,
cierto, pero no menos destacable son la pincelada y el pormenor que convierten
a la abstracción que son los personajes en ojo, temblor y médula.
Rigor, asimismo, en el espacio
objetivo: Aller, Gijón, Oviedo, Madrid. Igualmente en el grano y el poro: cómo
se guarda la ropa, qué ocurre en un cuerpo no tan joven, las peinetas de carey
y los caramelos de violeta, la vida en un hueso de ciruela confinado a la
eternidad del vidrio, la turbiedad del ópalo de un anillo, la contingencia de
la palabra en dos que ya se lo han dicho todo. Escribe Pierre Bergounioux, en Una habitación en Holanda “los lugares
que conocemos bien son aquellos que nos afectan directamente, aquellos cuya
influencia, ambiciones, poder han sido para nosotros una amenaza continua, una
incitación permanente a pensar, a actuar”.
La novela discurre en la
estética realista. En mayor o menor medida escribimos para el lector que somos,
quizá ahí resida, como material narrativo, optar por la saga familiar, la novela
de personajes o la mitología de la sangre. Y todo ello con tronío para la
agudeza y el ingenio: “Ya ves tienes tú razón: el sentido del humor es lo que
nos salva siempre”.
Es una novela para lectores,
lo es. Para el aprendizaje de eso que se resuelve en lo humano; lo es. En
cuanto al estilo: corrección, riqueza expresiva, alta competencia lingüística,
manejo de variedades lingüísticas: la palabra se agita, en su uso y sus registros,
de ahí que tropecemos con localismos propios de la diglosia de la comunidad lingüística
asturiana: neña, rediós, tracalexu… puro
decoro horaciano. Brillan la técnica narrativa y las herramientas del lenguaje.
Abandona la tercera persona en tres ocasiones: en el discurso epistolar que
mantienen Bruno y Aida a través del correo electrónico; en el diario de
Claudia; y en la destreza de Laura Castañón para el diálogo. Las reproducciones
de las conversaciones entre personajes imprimen ritmo, caracterizan en la
acción, y no mediante la descripción, el temperamento de los actantes del
relato: técnicamente magistrales. Es muy difícil encontrar en los narradores
españoles la habilidad para el diálogo: aquí soberbia. Buen artefacto. Sólida
máquina.
Y hay pétalo. Y hay raíz.
[Publicado en El Cuaderno: Mensual de cultura, número 49, octubre de 2013]